CAPITULO 1 – SE APAGAN LAS LUCES
Conductor en la funeraria Qué
breve es la vida, Juanma cumplías los cincuenta y seis, y «sí, Arancha, ya te he alcanzado», le dijiste al despedirte a tu esposa
esa mañana. A su vera estaba Granos meneándole el rabo, con la boca abierta y
la lengua cayéndose a un lado. «Estas
mayor», le dijiste
acariciándole la nuca y te fuiste. Sereno y con tu fedora y la gabardina en la
mano.
Tres horas
después tú móvil sonó: lo atendiste y era tu hijo, «mamá está muerta», interrupción para absorber el moco que le caía y,
«se ha electrocutado, en el baño», otra vez el moco, «puto calefactor de...». La mamá se suicidó.
El cáncer de pulmón no iba a decir cuándo la tendrían que enterrar; no;
Arancha, no era de las que agachan y obedecen. Pero el hijo ni sabía que la madre estaba
enferma. «Será nuestro secreto, ¿vale, Granos?», y ni al marido se lo dijeron.
—¡Qué breve es la vida, Granos! —dijiste a tu perro esa misma noche.
Muchos dirían
que el perro te quería hablar pero los perros no nos engañemos, son parcos en
palabras, y hasta en ladridos a esos años, y Granos solo te miró fijamente
cuando te sentaste en el sillón porque tenía la costumbre de tus caricias.
—¿Y qué haremos ahora que Arancha
ya no está? Dime, feo, ¿eh? —Entrecerraste
los ojos y el can hizo algo extraordinario.
Se alzó sobre sus dos patas
traseras, y grande como para rascarte el cogote, apoyando las patas delanteras
sobre el estante de los grandes clásicos, hurgó con el hocico hasta coger el
estuche que quería; y te lo llevó,
agitándote el rabo, orgulloso.
—¿Nos vemos Casablanca? ¿Me quieres decir eso, Granos?.
Granos
no se pronunció al respecto, recalco que a su edad los perros son parcos, pero te dejó la caja sobre el muslo y
qué ibas a hacer sino.
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