Por Paulo Campos
The Truffle Hunters (Michael Dweck & Gregory Kershaw. Italia-Estados Unidos-Grecia, 2020)
Uno de los mejores documentales, si no el mejor, que vimos en la plataforma del Festival de Toronto es esta coproducción entre Italia y EEUU sobre un grupo de hombres que se dedican al milenario arte de conseguir trufas blancas. ¿A que apetece un mazo?
Como confío ciegamente en la humanidad, entiendo que todas vuestras respuestas a la pregunta anterior fue negativa. Pero es ahí donde gana el documental. Se trata de una premisa que permite ver que la búsqueda de ese oro en forma de ¿fruta? ¿plasta? ¿zurullo? Sólo se puede hacer de forma tradicional, con unos canes entrenados y por unas personas que llevan toda su vida haciéndolo.
El documental es ahí cuando deriva de mostrar el mercado de la trufa, por la que se pagan verdaderas barbaridades (como el concierto de un euro de Gemeliers), a presentar a los protagonistas de esas tradiciones; un grupo de ancianos, a cada cual más especial, con sus respectivos amigos caninos, a cada cual más especial. El grupo de ancianos tienen unas concepciones de la vida a cada cual más extraña, saben que su forma de vida se acaba; pero al mismo tiempo se niegan a revelar sus secretos a descendientes para mantener la tradición y después mostrar ser rosmones, cantarines o simplemente encantadores a la manera de un viejo rural.
Vale, es verdad que muchas de las secuencias del documental son forzadas, es decir, los directores crean el ambiente para que se dé tal o cual conversación o tal o cual escenario, pero en cuanto prenden un poquito la mecha de estos señores se enciende y sale magia de sus conversaciones, de cómo los perros los miran con cara de alucinados y de cómo nos enseñan de la vida de una forma tan freaky como merecemos.
El pasado Sundance ya dio una idea de que el documental gustaba y los de Sony, que son listos como uno de los perros del docu, la compraron y la idea es presentarla en Navidad para ver si pesca en terreno premios. Yo, como el pasado año con Honeyland, ya voy con esta gente.
Shadow in the Cloud (Roseanne Liang. Australia, 2020)
Hay en Toronto una sección llamada Midnight Madness, en la que se crea alrededor de películas de género una especie de comunidad Sitges allá al norte. En esta sección se supone que se proyectan las películas más festivas y disfrutables en una sala llena con risas, sustos o vítores a las heroínas de las historias. Pues este año sólo tres películas formaron parte de la sección, entre ellas esta de la que vamos a hablar, y es lógico, ninguna de ellas se prestaba al disfrute en la soledad de una habitación. Que haya ganado esta sección la película no deja de ser una mera anécdota, teniendo en cuenta que El Hoyo era la ganadora del pasado año
Definida por Indiwire como la película feminista más loca del año, os cuento que Shadow in the Cloud es una mezcla de terror y bélica que empieza cuando una soldado debe subirse a un avión para trasladar una maleta con un contenido secreto. Allí, entre las perlas de sus propios compañeros varones o la presencia de unos bichejos, pues no tendrá más remedio que emplearse a fondo para defender ese misterioso contenido.
Y loca es un rato, de la primera hora en la que la muchacha está metida en el espacio ese de los aviones antiguos (¡ah! Porque está ambientada en la Guerra Mundial, en una) escuchando sandeces machistas del resto de la tripulación, luego ya cuando los bichos empiezan a hacer de las suyas, se mueve un poco más. Es menos realista que las aspiraciones de Inés Arrimadas a presidir un Gobierno, tiene ese regusto pulp de serie B que sí la hace disfrutona y esto visto de coña en una pantalla con gente metida en el rollo tiene que serlo aun más.
Chloë Grace Moretz lo da todo, aún siendo consciente de la gilipollez de guión que tiene que recita,r ella se entrega y se le nota que lo está pasando pipa, además nunca está de más el recuperar el estilo de Deep Rising, Creepshow o este tipo de películas que retrotraen a tiempos en los que se hacía cine de adultos para disfrutar como niños y no cine de niños para penar como adultos.
True Mothers (Naomi Kawase. Japón, 2020)
Suele pasar que cuando una directora consigue crear su propio estilo (acertado o no, que eso ya es otro tema) llega una película en la que parece tener ansia de mostrar que puede desprenderse por un momento de tics viciados y ofrecer a un espectador no iniciado en su cine una película que le llegue y no le obligue a revisar su animalario cinematográfico. Kawase pretende con este culebrón de lujo acercarse a un público que la rehuía y con un planteamiento más usual acertar en plantear la maternidad como pilar de su película.
Presenta este True Mothers a Sakoto, una mujer a la que a través de flashbacks vamos conociendo; que tras saber que su marido es estéril deciden recurrir a una agencia de adopción, en la actualidad es una madre devota con su hijo hasta que recibe la llamada de Hitari, la que se identifica como madre biológica del muchacho. Tras conocer la historia del embarazo de la joven, se nos plantea la pregunta de quién es la verdadera madre, quién ejerce, quién pare; pero muchas más cuestiones se darán paso en las 2 horas y cuarto que dura la película.
Son reflexiones interesantes y Kawase va al grano en cada una de ellas, deja tranquilos por una vez los arbolitos de los alrededores, porque una marca de la casa es la de pasarse minutos de cinta grabándolos mecidos por el viento, todo, por otra parte muy nipón, porque hasta en los animes vemos este tipo de escenas.
Es verdad que a veces se le va la mano de sentimentaloide, aunque menos de lo que cabría esperar, pero que no puede desprenderse de un halo de folletín, bien interpretado y bien dirigido. Aspiraba quizá a un resultado más redondo pero es cierto que cumple perfectamente y Kawase, que no sé cómo se lo monta, pero no hay película que no esté en festivales de tipo A, recuerdo que viene avalada con el sello Cannes 2020 a competir en San Sebastián. Echadle un ojo, porque es un cine que puede tener su carrera en salas urbanas, porque las magníficas señoras que están salvando el cine al acudir a ellas pueden ver unas buenas dos horas de disfrute.
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