Por Paulo Campos
Concrete Cowboy (Ricky Staub. Estados Unidos-Reino Unido, 2020)
Otro de los platos que a priori traía el Festival de Toronto es esta película en la mayor tradición del indie norteamericano; con historias de personajes en situaciones extremas, pero rodeadas de gentes en los márgenes que forman sin duda ese abanico cultural y social del que poca gala hace los EEUU. Cuando cada una de esas formas de vida tan originales y diferentes deberían significar orgullo para un estado.
Centrémonos, la historia es la de un muchacho que se pasa de rebelde (tampoco lo era tanto) y su madre decide que hasta aquí hemos llegado, y lo manda con su padre, pero así: “Ale, sube al coche que vas con tu padre”. Y en estas que vemos que con su padre la relación era y es regulinchis. Y es que además su progenitor se dedica, junto a otros vecinos del barrio, a una vida como si un cowboy moderno se tratara, cuidando caballos en, prácticamente, sus propias casas, y juntándose en corros en una hogueras urbanitas para discutir el sentido de la vida.
Lo mejor es que te presenta este extraño modo de vida como real y, efectivamente lo es, muchos de los caracteres que vemos en pantalla son reales, personas que se dedican a esa cría de caballos, carreras y largas noches de meditación. Esa es la mayor parte positiva de la película, la otra parte, la de la relación paterno filial y alrededores, está más a tirando a lugares comunes, una trama construida para admirar, o al menos conocer, ese “tribu urbana” tan especial. Que digo yo, que para eso igual hubiera estado un documental.
Las caras del reparto las conforman un Idris Elba en el papel de ese padre tan “crepuscular” (que está convincente y entregado), que da la réplica a Caleb MacLaughlin, el chaval de Stranger Things, que aprovecha la oportunidad para demostrar que tiene futuro en esto. El personaje de Jharrel Jerome, el de Moonlight, es el más cliché, y sirve sin rubor alguno para advertir de lo peligrosa que es la vida en la calle y con el hampa, por si había dudas.
Una película apreciable, curiosa, pero que cinematográficamente no aporta demasiada novedad ni riesgo, aunque sólo por la curiosidad de esos cowboys de ciudad, que ríete tú de Jack Palance, merece la pena.
The Warrior Queen of Jhansi (Swati Bhise. Reino Unido, 2019)
Yo confieso, voy a hacer esta crítica como si fuese alguno de esos críticos famosos que, desgraciadamente, pululan por los festivales, es decir, que voy a hacer la crítica de una película de la que apenas he soportado una hora de visionado. Y sí, la hago porque en un Festival de Toronto tan chulo, sobre todo por abajo, porque apenas tres o cuatro películas están suspensas para mí, escribo algo de esta para decir básicamente, que es la peor película que he visto en este festival y casi diré que la peor de las que veré este año.
El resumen es algo así como que el ejército inglés está en la India, allá por mil ochocientos y pico y la reina de Jhansi les planta cara guiando al ejército a combatir contra ellos. Vamos, que "película histórica con batallitas épicas" es la definición buscada, pero la pena que se quede en batallitas de todo a un euro y de historia la que me dieron a mí en el sofá.
Simplemente la película no hay por donde cogerla, la dirección es un auténtico espanto, no sabe dónde colocar la cámara, no hay tensión, las batallas parecen las que hacen tres niños en el recreo para pasar el rato y los actores están todos con cara de no saber quiénes son ellos mismos y ni conocer a alguien que les estén dando alguna orden. Y ojo, que por pantalla pululan Rupert Everett o Derek Jakobi, que igual deberían tener una conversación con sus agentes, creo yo.
Es que es todo tan chanante que asusta, pero no en el sentido de: “Bueno, esto es lo que hay, vamos a reírnos de nosotros mismos y ya”. Pero no que se toma en serio la película, y claro, muere gente que ni te importa cuando debería darte pena o no mueren los que estás deseando que les llegue el turno para que los actores dejen de sufrir. Pero si hasta el vestuario parece salido de una fiesta de swingers homeless. Una auténtica trapallada, que decimos por Galicia, y es el mejor piropo que se le puede echar.
Bandar Band (Manijeh Hekmat. Irán-Alemania, 2020)
Una nueva película iraní llegaba a mi plataforma torontiana. El aliciente, si soy sincero, es que en duración ponía 75 minutos y eso siempre mola, y más cuando no sabes a qué vas a enfrentarte. En esta ocasión el argumento decía que era el de un viaje en furgoneta de un grupo iraní hasta Teherán a través del país, en el que se encontraban parajes inundados y destrozados. Pues acertaban, no es ni más ni menos que eso.
Tres personajes, un matrimonio que espera un hijo, ella es la voz principal, y un música, forman esa banda musical y quieren llegar a Teherán para participar en un concurso que les servirá de plataforma. En su viaje vemos un país anegado por las inundaciones, asistimos a cómo son testigos de accidentes, formas de vida o el contraste entre un país a camino de la Edad Media tecnológica, viaria y la modernidad que ellos representan siempre atentos a las tradiciones.
Una curiosidad, que no es que sea una gran película, pero que te da un punto de vista diferente al cine iraní que llega a estas pantallas, con una reflexión sobre el estado actual de jóvenes en el país. La road movie siempre es un recurso estupendo para presentar este tipo de película que acaba más pendiente de presentar muchas y diversas situaciones que de desarrollar a los personajes principales, de los que ni sabemos nada de inicio ni llegamos a conocer mucho más tras pasar con ellos el tiempo del viaje.
Bonitas imágenes, prácticamente documentales, para meter a veces con calzador reacciones entre los protagonistas ante las situaciones que presentan, que como todas, unas tienen mayor interés que otras, pero que la escasez de tiempo no permiten desarrollar o no es del gusto del director el hacerlo. Sin más, se ve, no es molesta y lo dicho, dura poco más de una hora.
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