Por Víctor Garijo
Del
señor Red podríamos hablar durante tres horas o incluso tres años, y sin
detenernos ni tan siquiera un segundo para observar y asimilar el deterioro del
ecosistema. Empero con subrayar que con un atroz garbilote sentaría al Sylvester
Stallone de Rambo nos vale para visualizar, a grandes rasgos, su poderío
físico. El mismo que lo encumbra como un titán con el que no merece la pena
discutir sobre lo aburrida que es la saga de Bond —salvo que te merezca la pena
acabar pidiendo la muerte por absoluta prioridad a sobrevivir sin dedos—. Ante
su presencia o solo con escucharlo hablar, he de reconoceros que me echo a
temblar y entre sollozos llamo a mi mamá. Y sin embargo en nuestros primeros
años de amistad —durante el tiempo que lo creí titulado en pedagogía y
magisterio— lo creí un ser inofensivo de espaldas anchas y carismática sonrisa;
jugador magistral del póquer y ferviente admirador del Dalai Lama, ¡pero caray
qué equivocado estaba!
Mi querido Red en el más sofisticado de los
silencios era el jefe de un comando donde su único miembro capaz de respirar
era él.
Su
compañero había muerto en brazos de una mujer barbuda y se llamaba Brandon
Stone.
Para
cuando lo supe quise morir de la risa. Lo evitaron y… sin lamentarlo decidí escribir mis memorias.
No obstante antes me fui al emblemático pub de Frank y me chispé.
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