Por Víctor Garijo
¿Quién me iba a decir esta mañana
que el viaje en autobús se complicaría de esta manera cuando perezoso me giré y
recibí tus caricias, encontré tus risas y silbé ante la idea de contemplar tus
mechas sacudidas por la brisa? Nadie.
Como nadie
presagió qué oscuro secreto ocultaba el maloliente hombre del gorro que subió
al autobús en la última parada, y se volvió a sentar a mi izquierda.
Ya lo había
hecho otras veces y su número equivalía a las ocasiones en las cuales no había
despegado sus labios para saludar. Esa clase de sujetos, cabizbajos y quizás
sumergidos en un profundo malestar debido a su alergia al champú, nunca hablan
antes de las once, cuando por supuesto, el vermut ya se resbala a través de sus
venas.
Le eché un
vistazo, rápido y huidizo, —el primero y también el último—, y lo encontré envuelto
en un abrigo que sin quizás que valgan nunca haya pasado por un agua y
rascándose una barba donde los piojos podrían festejar el día de San Patricio,
e incomodo pero queriendo socializar con un hombre que lo estaría pasando mal, —todos
tenemos nuestras persistentes luchas y, of
course, debemos ser encantadores con todos—, lo invité a un cigarro con mi firme
ideal «dos hombres que fuman juntos siempre logran entenderse». Sin embargo como
sin piedras en el camino la vida perdería su chispa, Don Limpio no me aceptó el
ofrecimiento pero tampoco encontró las palabras para negármelo.
El desgraciado
se desabrochó el gabán, abrió la boca y me despeinó.
Con el pelo en
llamas descubrí el nuevo límite de la timidez.
Sofocando el
incendio utilizando las cortinas decidí que ya no habría nadie con quien
compartiese mis cigarros.
Y en ese
preciso instante donde los pasajeros bostezaban, comenzó a sonar Thriller.
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