Por Víctor Garijo
Ugalde lleva frente a su máquina
de escribir alrededor de una hora, sostiene los pesados párpados con un esfuerzo
titánico y sonríe, está divirtiéndose mientras, con un leve dolor de cabeza,
desarrolla un trabajo de oficina que no le apasiona demasiado. Preferiría estar
enfrascado en otras actividades. Las cuales empiezan en la barra de un bar
escoltado por dos chicas de las cuales, no recordará nunca más su nombre, pero
no olvidará jamás las sensaciones que le generaron. No únicamente los besos
saben a miel. También existen carismáticos acercamientos por el inocente
masajeo de hombros y piernas, como achuchones en el corazón. Sí, vayamos a
reconocerlo, Ugalde está enamorado de la chica de al lado. La mira de refilón,
y ahora, volcando el mentón hacía delante, ahuecando las manos en torno a un arrugado
cigarrillo, le prende fuego. La barba le pica, sin darse prisa, se rasca y
bobaliconamente clava la mirada en las cortinas amarillas que tiene frente a
él. Amarillas como la blusa de su querida. Sus ojos están enrojecidos por el
esfuerzo, nunca en vano, de soñar en frío. Delirando empuja el puente de sus
gafas; se gira, la mira, la invita a un café. Ella vuelve a responderle
negativamente, alude que está felizmente casada, Ugalde el constante, mirándose
las uñas, se pregunta si eso es parte de una burda mentira, desconoce que la
atosiga. Lleva toda una vida creyéndose el hombre invisible de la muy femenina
oficina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario