Por Manuel Barrero Iglesias
La tercera jornada comienza con otro programa doble que nos lleva a lugares tan dispares como Túnez y el desierto de La Guajira (entre Colombia y Venezuela), aunque seguro que encontraríamos muchos puntos en común entre ambos emplazamientos.
Antes, pudimos ver Foyer (Túnez-Francia, 2016), donde el director Ismaïl Bahri sale a las calles de su país con una cámara cuya lente está tapada por un folio blanco. Con el movimiento del viento ese folio modifica las texturas que vemos, aunque casi nunca podemos identificar nada de lo que está ocurriendo delante de la cámara. Así, el sonido se convierte en nuestro guía de esta visita por Túnez, y el hecho de no ser vistos parece que otorga más libetad, ejerciendo ese folio como un preservador de la intimidad de las personas que aparecen en la película (un momento como el que ocurre con la policía jamás podría haber sido filmado de manera convencional. Además, se establece un curioso doble intercambio en esta obra que a la vez reflexiona sobre el mismo cine a la vez que lo hace sobre la situación social del país. La distancia siempre da otra perspectiva de las cosas, y el director aprovecha su situación de emigrante residente en Francia para poder hacer un análisis más lúcido. Por otra parte, los transeúntes que se acercan a Bahri para preguntarlo por su trabajo, obligan a que este se plantee constantemente la naturaleza de su obra. El resultado es muy enriquecedor, y aunque a veces da la sensación de tener momentos demasiado preparados, el autor utiliza de manera muy inteligente los recursos de los que dispone.
La segunda sesión del día comenzó con L'Abcdaire de l'amoureuse d'un photographe (Francia-España, 2016), declaración de amor por parte de la francesa Anahit Simonian hacia su marido, el fotógrafo Guillaume Poussou. Así que ahora es ella la que se pone tras la cámara, para filmar un amor a través de las 26 letras del abecedario. Pedante en exceso y cursi hasta lo estomagante, la obra quizás sea -como comentaba su directora- un bonito regalo para cuando su hijo crezca. Pero poco más.
Al poético trabajo de Simonian, le siguió Converso (España, 2017), en la que el navarro David Arratibel filma toda una terapia familiar. El autor se aproxima a sus parientes más cercanos -sus hermanas y su madre (también su cuñado)- para indagar sobre la paulatina conversión al catolicismo que experimentaron. Hechos que tuvieron lugar hace años, pero que a los que al director le ha costado mucho enfrentarse. Así que la cámara se convierte en el intermediario ideal para conseguir entablar esa conversación pendiente. El gran mérito de Arratibel consiste en dejar que todos se expresen de forma libre y natural. No parece haber nada guionizado o preparado, y todo fluye con mucha facilidad. A pesar de la tensión existente, en la filmación se consigue mantener la familiaridad de unas conversaciones que se muestran espontáneas. La película, además, sirve para acercarse al hecho religioso desde una perspectiva descreída, pero respetuosa. El fervor religioso suele ser motivo de burla por parte de los no creyentes, pero tenerlo tan cerca obliga a aproximarse de una forma muy distinta. La película -que, como ya dijimos, tiene mucho de terapia- acaba siendo un lugar de encuentro entre formas opuestas de ver la vida. La confluencia ideal entre los que creen en dios y los que no.
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