L'hermine (Francia, 2015).
Dirección y guion: Christian Vincent.
Intérpretes: Fabrice Luchini, Sidse Babett Knudsen, Miss Ming, Berenice Sand, Claire Assali, Floriane Potiez, Corinne Masiero.
Música original: Claire Denamur.
Fotografía: Laurent Dailland.
Montaje: Yves Deschamps.
Idioma: Francés.
Duración: 98 minutos.
Agua fría
Por Mario Iglesias
Durante la primera hora de metraje de
El juez parece que estemos asistiendo a una representación,
tenuemente ficcionada, de un documental de Raymond Depardon: con una
fría objetividad y mediante unos colores que rozan la gelidez,
asistimos a una radiografía del sistema de justicia penal francés a
través de los puntos de vista del protagonista, por un lado, y de
una pléyade de personajes sobre los que es difícil saber el grado
de protagonismo que alcanzarán. Entre ellos están dos periodistas
judiciales –el caricaturista veterano y la novata curiosa-, los
otros dos jueces que componen el tribunal penal, abogados,
acusadores, testigos y un variopinto y muy significativo jurado, de
cuya primera reunión fuera de la sala del tribunal (para un
almuerzo) podemos concluir que entre las virtudes, no pocas, del
nuevo largometraje de Christian Vincent se encuentra el de saber dar
testimonio, con visos de verosimilitud, de la diversidad étnica y
social de la Francia contemporánea, en la línea de obras como La
clase (Laurent Cantet, 2008). Y, sin embargo, en esta primera
hora también detectamos uno de los puntos clave de la narración:
aquel en el que el tan sobrio como asocial funcionario que da título
a la película reconoce a una de las personas con las que se
encuentra en la sala, una mujer que forma parte del jurado y con la
que entrecruza una mirada sutil pero inequívoca de reconocimiento,
en uno de los escasos momentos de esa primera parte en la que parece
no tener todo su entorno bajo control.
La aparición de la música
extradiegética marca la ruptura entre el cuasi documentalismo
inicial y el relato posterior, en el que el juez se revela como una
persona de carne y hueso, cuyos anhelos y debilidades se aproximan a
los de cualquier otro ser humano y que a pesar de una cierta torpeza
es capaz de abrirse paso para intentar huir de la soledad a la que su
difícil personalidad y el ingrato papel que representa en la
sociedad parecen condenarle. Con un inspirado Fabrice Luchini
(presente también en las carteleras españolas con Primavera en
Normandía, rodada en 2014 pero estrenada el pasado 18 de marzo)
interpretando el rol principal y el magnífico trabajo de la actriz
danesa Sidse Babett Knudsen (conocida por su presencia en la popular
serie televisiva Borgen) dando vida a Ditte, la mujer que
inesperadamente viene a romper con la calma aparente en un
ordenadísimo mundo judicial, El juez consigue trascender su
aparente sencillez a través de los estudiados y tímidos avances de
esta improbable pareja, que se ubica en la mejor tradición de la
ficción inspirada en amores que desordenan las aparentemente
tranquilas aguas de un mundo monótono y ataráxico.
Apoyado en un guión de impecables
trazas, en el cabe una disertación, sobria y realista, sobre la
diferencia entre ley y justicia, con el protagonista aleccionando al
jurado sobre lo que se va a dilucidar en la sentencia (nada que ver
con el concepto de justicia, siquiera como ideal, sino la aplicación
de un código penal concreto en un suceso determinado, y con la
dificultad insalvable de carecer de testigos), cabe destacar también
la presencia, con una intencionalidad que intuimos entre irónica y
sociológica, de la hija de Ditte, una adolescente incapaz de estar
más de un minuto sin atender las constantes atenciones de su
smartphone pero que entre llamadas y mensajes de whatsapp es capaz de
desmentir rotundamente el mito de la “falta de atención” a que
conllevan las nuevas dependencias tecnológicas, siendo la única que
capta la situación entre los dos adultos en unos pocos minutos de
presencia conjunta con ambos.
Las características de El juez lo
condenarán a ser un film minoritario: poca acción, pocos diálogos,
un protagonista que vive fuera de modas y ensimismado en la pulcritud
de un trabajo que infunde entre temor y respeto, y una tenue línea
argumental que tarda una hora en desvelarse y que desde entonces
fluirá con una morosidad impropia de tiempos tan dados a la
velocidad, a la impaciencia y en definitiva, a la intrascendencia.
Pero, a pesar, o precisamente por todo ello, su huella será más
profunda en quien sepa concederle la atención que merece, y
encuentre en sus protagonistas algo más que dos personas alejadas de
la sociedad: se topará de frente con el mismo aroma a champán que
tiene el agua fría después de una saturación de bebidas
hipercalóricas.
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