Un otoño sin Berlín (España, 2015).
Dirección y guión: Lara Izagirre.
Intérpretes: Irene Escolar, Tamar Novas, Ramón Barea, Lier Quesada, Naiara Carmona.
Música original: Joseba Brit.
Fotografía: Gaizka Bourgeaud.
Montaje: Ibai Elortza.
Idioma: Español.
Duración: 95 minutos.
Otoño precoz
Por Mario Iglesias
Pocas películas desvelan tan bien sus cartas desde su mismo título como Un otoño sin Berlín, bello sintagma que nos enuncia a las claras cuál es la estación vital de sus protagonistas (a pesar de su juventud) y el estado de sus proyectos de futuro, en el que la palabra “sin” se carga de significación. La misma paleta cromática que con admirable coherencia envuelve sus imágenes insiste en el estado otoñal de unas vidas detenidas, trabadas y tan frágiles como el barro sobre el que se sustentan sus tenues ilusiones.
El primer largometraje de Lara Izagirre es cercano, íntimo, a veces casi invasivo en su forma de adentrarse en la fragilidad emocional de sus personajes, trazados con una solidez en la que solo se echaría un falta un actor de más empaque que Tamar Novas para dar vida a un personaje tan difícil y significativo como el de una persona hundida en el silencio de una grave depresión. Destaca, por encima de los demás, Irene Escolar, que consigue dotar a su papel protagonista de una naturalidad envidiable a pesar de que la cámara se acerca hasta sus mismas entrañas y no la abandona hasta los créditos finales, con un plano fijo en el que nos muestra hasta dónde debe durar la definitiva decepción hacia la persona a la que ama. Otro elemento clave es el personaje de Nico, el joven niño cuyas clases de francés se convierten en la mejor excusa para mostrarnos que la capacidad de empatizar de la protagonista es su mejor arma para sobrevivir ante la aridez del fracaso que la rodea y que la envuelve, pero que no llega a vencerla.
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Las relaciones paterno filiales desempeñan un papel relevante en Un otoño sin Berlín. Por un lado, y como ya hemos comentado, la ingenuidad dolorida de Nico busca en el exterior los cómplices que no encuentra en su propia casa; por el otro, June, la protagonista, regresa a la vivienda familiar de puntillas y creyendo que las heridas dejadas en su padre por su huida a Canadá tras la muerte de su madre son irreversibles; y, por último, el deprimido Diego no recibe más visitas maternas que las que se limitan a dejar la compra en la puerta de su añejo piso. De esta forma, en los tres casos y con los matices propios de cada personaje, es la más primaria obligación de cualquier padre o madre, la manutención y el alimento, el primer y casi único vínculo real que les une con sus hijos, siendo muy significativo al respecto que el habitualmente cordial personaje de June encuentre como única grieta para resolver la incomunicación con su progenitor una comida, en la que es capaz de romper el hielo al reconocer un sabor grato (y familiar) a su paladar.
En medio de este naufragio, la desarmante naturalidad de los personajes femeninos (no sólo de la protagonista: también cabe destacar la gran actuación de la secundaria Naiara Carmona) es capaz de disimular la magnitud del derrumbe social en el que están inmersos, la ruina de un futuro sin futuro en el que no existen más aliados que la propia voluntad de seguir adelante, como June en el modélico plano final y como Lara Izagirre a lo largo de todo el largometraje, nos muestran que es posible hacer.
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