Dirección: Jonathan Demme.
Intérpretes: Meryl Streep, Kevin Kline, Mamie Gummer, Sebastian Stan, Ben Platt, Charlotte Rae, Rick Springfield.
Guión: Diablo Cody.
Fotografía: Declan Quinn.
Montaje: Wyatt Smith.
Idioma: Inglés.
Duración: 101 minutos.
El rock como forma de
vida
Aunque Jonathan Demme será por siempre conocido como el
artífice de la renovación del thriller de finales de siglo gracias a El silencio de los corderos (1991), eso
no debería eclipsar otras de sus facetas importantes; como la de documentalista
sobre temas musicales, desde Stop making
sense (1984) a Enzo Avitabile Music
Life (2012), y sus trabajos en torno a la figura de Neil Young en el cortometraje
The Complex Sessions (1994), y en Heart of gold (2006) y Neil Young Journeys (2011). El propio
Young compuso una canción homónima para la película de Demme Philadelphia (1993), aunque haya acabado
teniendo más repercusión Streets of
Philadelphia, de Bruce Springsteen, ganadora del Oscar. La música es así un
elemento fundamental también en sus ficciones. No es de extrañar que se
sintiera atraído por la historia escrita por Diablo Cody, convertida en
vehículo de lucimiento para Meryl Streep (que vuelve a trabajar con Demme tras El mensajero del miedo, 2004), ocupando
su trono de gran reina de la interpretación un papel de vieja rockera de cuerpo
y alma.
Cody habla de nuevo del tema de la inmadurez de una manera
que recuerda a lo que ya hizo en Young Adult (2011) de Jason Reitman, aunque desde un punto de vista mucho menos
ácido. A diferencia de otros relatos de la guionista, en los que personajes
antipáticos podían acabar volviéndose cercanos, Ricki habla desde el comienzo de reconciliación y aceptación (por parte
de un mismo y de los demás) de un estilo de vida diferente, buscando una
conexión con el espectador a través de sus empáticos protagonistas. Por seguir
su sueño, dedicarse a lo que quiere, la música, y anteponer eso a la familia,
Ricki es una mujer vista por los demás como una outsider que no cumple con los cánones establecidos. Streep, nueva
cara imprescindible del cine musical (a principios de año nos deslumbró en Into the Woods, de Rob Marshall) se
adapta perfectamente a su personaje, el cual, cuando se hija sufra una crisis
existencial, se verá enfrentado a todo aquello que dejó atrás.
Sorprende que, habiendo rodado dramas familiares solventes
como La boda de Rachel (2008), sea en
este terreno en el que Demme se muestre menos hábil. Como le ocurre a la propia
Ricki, el director parece sentirse mucho más cómodo en los momentos musicales,
y por tanto, cuando estos llegan, se recrea en ellos. Hábil es su traslaciones
al medio audiovisual de actuaciones en directo, Demme presenta unos vibrantes
números, en los que la protagonista y su grupo versionan temas de Tom Petty, U2,
Edgar Winter o el final con Springsteen, muy logrados y emocionantes, llegando
a su cumbre con el momento de Drift away
de Dobie Gray. Pero los altibajos del filme son demasiado evidentes cuando la
trama se centra en la relación disfuncional entre padres e hijos. Demme intenta
mantener algo de personalidad en su estilo realista de zooms bruscos y cámara
en mano, pero la mayor parte del tiempo, la película parece un producto salido
de la mano de directores más versados en estos ámbitos, como Nancy Meyers o
David Frankel.
Ricki hace un
tragicómico retrato de la sociedad americana y de su conservadurismo, que llega
hasta la misma protagonista y sus ideas políticas. Un país lleno de contradicciones,
las cuales se trasladan inevitablemente a la película, que se escapa por
caminos bienintencionados y por un tono que no sabe si decantarse por lo
liberal y tolerante o por lo tradicional. Sin duda, se puede disfrutar de unas convincentes
interpretaciones y de una banda sonora excepcional, pero eso no hace otra cosa
que subrayar la irregularidad del conjunto.
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