En duva satt på en gren och funderade på tillvaron (Suecia-Alemania-Noruega-Francia, 2014)
Dirección y guión: Roy Anderson.
Intérpretes: Holger Andersson, Nils Westblom, Charlotta Larsson, Viktor Gyllenberg, Lotti Törnros.
Música original: Hani Jazzar, Gorm Sundberg.
Fotografía: Laust Trier-Mørk.
Montaje: Alexandra Strauss.
Idiomas: Sueco, inglés.
Duración: 101 minutos.
Máscara de amargura
Por Sofia Pérez Delgado
El filme comienza, de manera muy elocuente, con tres encuentros con la muerte, toda una declaración de intenciones con respecto al concepto que tiene Andersson de la fragilidad de la existencia. A partir de ahí, y alternadas con momentos aparentemente anecdóticos, seguiremos las andanzas de una pareja patética de vendedores de artículos de broma, hastiados, deprimidos, pero que solo quieren que “la gente se lo pase bien”. Tanto ellos, como sus clientes y quienes les rodean, sufren el síndrome del payaso triste (recalcado por el pálido maquillaje, dando como resultado un desfile de rostros fantasmales), es decir, los efectos de una alegría artificial que acaba por superarnos. Resulta del todo irónica la frase que les dice una mujer que va a amenazarles si no le pagan lo que le deben: “No les quedarán ganas de reír”. Cómo si alguna vez hubieran tenido ganas de hacerlo.
Todos los personajes sufren un estatismo físico, que no se rompe ni al bailar (¡flamenco!) o al cantar (el momento musical en los años 40 es deslumbrante), ya que se trata casi de figuras de cartón piedra, que miran a la cámara, y recitan monólogos faltos de sentimiento. La parálisis también es emocional: todos dicen insistentemente al teléfono, “Me alegro de que todo te vaya bien”, sentencia que automáticamente tienen que repetir, como si su interlocutor no les entendiera la primera vez; esa afirmación no es creíble, no por desconfianza, sino por escepticismo con respecto a un estado de prosperidad anímica. La repetición, por su parte, es una constante que representa el ciclo de indiferencia en el que se encuentran la mayoría de las personas, y que solo trascienden los niños, los cuales aun poseen la espontaneidad que se pierde en la madurez.
Anderson traslada el estancamiento también al aspecto visual de la cinta, con una radical utilización de la cámara fija (la ausencia de movimientos es total), que ha servido de referencia directa de realizadores europeos jóvenes como Dietrich Brüggemann (Camino de la cruz). Un trabajo que requiere un proceso muy importante de composición, pero que también goza de libertad con respecto a las exigencias del montaje. Teatralidad y artificio se unen así en un conjunto de tableaux vivants, frontales, que heredan el tono poético y melancólico de la vida urbana que caracterizaba los cuadros de Edward Hopper. Y lo hacen de manera mucho más efectiva y palpable que otras películas que han pretendido captarlo forzadamente, siendo el ejemplo más evidente Shirley. Visiones de una realidad. Andersson además presenta personajes despojados de cualquier encanto, algo que le emparenta con el finés Aki Kaurimäki (otro heredero de Hopper), así como con el austriaco Ulrich Seidl, del que, sin ser tan retorcido, se reconoce su inclinación por el esperpento.
Si uno se queda solo en la superficie, Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia es una sucesión de estampas dentro de un ejercicio estético hueco. Pero si se logra trascender el disparado engranaje, y ver más allá de la meticulosa puesta en escena, se descubre una lúcida fábula sobre la tristeza y la soledad. Andersson entiende su visión desencantada del presente como consecuencia directa de las acciones del pasado (las críticas a la monarquía o el colonialismo son feroces), que a veces se manifiesta como un recuerdo, y otras convive con la época actual, y que es, en definitiva, la carcasa que está impidiendo que el ser humano sea feliz.
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