Dirección: Alejandro González Iñárritu.
Intérpretes: Michael Keaton, Emma Stone, Naomi Watts, Edward Norton, Zach Galifianakis, Amy Adams.
Guión: Alejandro González Iñárritu, Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris, Armando Bo.
Música original: Antonio Sanchez.
Fotografía: Emmanuel Lubezki.
Montaje: Douglas Crise, Stephen Mirrione.
Idioma: Inglés.
Duración: 119 minutos.
Los tentáculos de Hollywood
Por Manuel Barrero Iglesias
Los tentáculos de Hollywood
Por Manuel Barrero Iglesias
Hace algo más de un año el mundo quedó boquiabierto ante Gravity (Alfonso Cuarón, 2013), una proeza técnica en la que el director nos acercaba al espacio como nunca nadie lo había hecho hasta el momento. Sin duda, ese inicial plano secuencia (falso) quedará como un hito en el cine de ciencia-ficción. A Cuarón siempre le ha gustado mostrar su poderío visual, rayando a veces en el exhibicionismo gratuito, aunque sorteando siempre con habilidad ese peligro. De Gravity se pueden discutir muchas cosas, pero estas tienen más que ver con una línea argumental infantiloide que con un afán de protagonismo por parte de su autor. Algo que le cuesta más reprimir a su compatriota Alejandro González Iñarritu, quien sí traspasa en ocasiones esa línea que separa al autor del ególatra.
Y es que donde Cuarón sabe poner freno, Iñarritu fuerza demasiado. Conste en acta, eso sí, que su acercamiento al mundo del teatro es brillante. La solución que ofrece el autor para filmar las bambalinas aprovecha el lenguaje cinematográfico para acercarse al teatral. Los personajes entran y salen de escena sin solución de continuidad, gracias a una cámara que recorre cada rincón con su plano-secuencia. Entre tanta película que no pasa de teatro filmado (Diplomacia, La señorita Julia), resulta estimulante que un director se acerque de manera tan cinematográfica a la escena. Aunque hay ocasiones en las que ese recurso -también falseado- no es pertinente, y ahí es donde Iñarritu se encuentra condicionado por sí mismo y su obsesión por trascender.
Y así el autor guarda una extraña -y posiblemente involuntaria- coherencia con su protagonista. Riggan (Michael Keaton, en un papel de obvias similitudes con su propia vida) es una estrella hollywoodiense que busca el prestigio artístico dirigiendo una obra en Broadway. Nada menos que Raymond Carver y 'De qué hablamos cuando hablamos de amor' (1981). Algo profundo para contrarrestar la eterna imagen a la que se asocia: la del blockbuster protagonizado por un superhéroe. Pero, ¿qué es eso del prestigio? ¿De verdad es más "elevada" una obra de Broadway que un taquillera adaptación de un cómic? Este trabajo es especialmente crítico con ese supuesto arte prestigioso que realmente está más cerca del circo. Gran parte del público se interesa más por figurar y por ver respirar a sus ídolos que por descubrir verdadero arte.
El film refleja con precisión el permanente estado de frustración en el que vive un actor atrapado por la maquinaria del espectáculo. La doble trampa es interior -ese "fantasma" que le persigue- como exterior. En este sentido, hay una secuencia clave, aquella en la que el protagonista camina por las calles de Broadway prácticamente desnudo, y acosado por los fans. Un momento antes trató de escapar de la presión a la que estaba sometido en su trabajo. Pero la vida privada no existe. Salir a tomar el aire significa asfixiarse aún más. Y la única forma de escapar de todo eso es actuar. Ni siquiera estando consigo mismo puede mantener la intimidad. Ahí está la lucha entre el personaje público y privado, un límite que muchas veces ya no existe para alguien expuesto de forma continua a las miradas del mundo.
Una esquizofrenia de la que le resulta imposible salir, y cuya válvula de escape es un comportamiento mezquino con aquellos que les rodean. Y, sin embargo, nos compadecemos de él. A pesar del ego, a pesar de la ridiculez, a pesar la estupidez. Porque todos contribuimos en la construcción del monstruo. Birdman es especialmente demoledora con todo lo que rodea al mundo del espectáculo (espectadores, críticos, también actores/directores), aunque quizás le falte esa capacidad irónica consigo misma. Y ese es el escollo insalvable que impide al film alcanzar ese estatus de obra maestra que muchos (alegremente) pregonan.
Eso sí, tampoco podemos negar sus muchos méritos. Entre ellos, la disección conjunta de los mundos teatrales y cinematográficos. Muchas películas se han ocupado de la creación teatral, y muchas otras versan sobre el perverso juego de Hollywood. Pero muy pocas aúnan de tal manera un retrato bidireccional como el que aquí hace Iñárritu. Es cierto que el mexicano peca de efectista, pero el film tiene una potencia tal que consigue volar por encima de sus propias debilidades.
Una esquizofrenia de la que le resulta imposible salir, y cuya válvula de escape es un comportamiento mezquino con aquellos que les rodean. Y, sin embargo, nos compadecemos de él. A pesar del ego, a pesar de la ridiculez, a pesar la estupidez. Porque todos contribuimos en la construcción del monstruo. Birdman es especialmente demoledora con todo lo que rodea al mundo del espectáculo (espectadores, críticos, también actores/directores), aunque quizás le falte esa capacidad irónica consigo misma. Y ese es el escollo insalvable que impide al film alcanzar ese estatus de obra maestra que muchos (alegremente) pregonan.
Eso sí, tampoco podemos negar sus muchos méritos. Entre ellos, la disección conjunta de los mundos teatrales y cinematográficos. Muchas películas se han ocupado de la creación teatral, y muchas otras versan sobre el perverso juego de Hollywood. Pero muy pocas aúnan de tal manera un retrato bidireccional como el que aquí hace Iñárritu. Es cierto que el mexicano peca de efectista, pero el film tiene una potencia tal que consigue volar por encima de sus propias debilidades.
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