Still Life (Reino Unido-Italia, 2013).
Dirección y guión: Uberto Pasolini.
Intérpretes: Eddie Marsan, Joanne Froggatt, Karen Drury, Andrew Buchan, Neil D'Souza.
Música original: Rachel Portman.
Fotografía: Stefano Falivene.
Montaje: Gavin Buckley, Tracy Granger.
Idioma: Inglés.
Duración: 92 minutos.
Memento mori
Memento mori
Por Sofia Pérez Delgado
Durante mucho tiempo, el cine nos ha engañado haciéndonos creer que, cuando un personaje quiere modificar el rumbo (supuestamente equivocado) que ha tomado su vida, tiene que dar un giro radical, rompiendo con todo y empezando de cero. Eso, como muchos ya sabemos debido a las vicisitudes del día a día, no es real en la mayoría de los casos: lo más habitual es que los cambios vengan dados por pequeñas alteraciones de la rutina, que finalmente acaban por formar un conjunto diferente que, con suerte, hará que nos sintamos más satisfechos como personas. Tumbarse en la hierba, comer un helado, perder un tren, saltarse alguna norma básica… Esos son las pequeñas grandes rebeliones contra lo ordinario que suceden en la vida de alguien absolutamente normal, y de ellas nos habla en su segunda película como director, Nunca es demasiado tarde, Uberto Pasolini (conocido sobre todo por ser el productor de Full Monty -1997-, y realizador de la comedia ceilanesa Machan -2004-), premiado en 2013 en la sección Orizzonti del Festival de Venecia.
Nunca es demasiado tarde ya resulta llamativa por su punto de partida, que tiene que ver con la peculiar y desagradecida profesión del protagonista, la cual va descubriendo el espectador de forma sorprendente. A lo largo de los años, John May se ha entregado completamente a su trabajo de forma generosa, casi altruista; pero precisamente por ello, también se ha convertido en un hombre retraído que vive rodeado de sus fantasmas (con los que se identifica más que con los vivos). Una actitud que podría parecer morbosa, y que, sin embargo, se manifiesta como un homenaje a la memoria, al no olvido. El director se toma todo el tiempo que quiere para describir al personaje y la situación, tanto que finalmente nos damos cuenta de que quizás no hay mucho más, de que eso es la película: ver las circunstancias de May, hasta que un acontecimiento inesperado (que no tiene lugar hasta casi la mitad del metraje) hace que abandone su aislamiento, y, al mismo tiempo, se enfrente de forma más directa a la soledad del mundo contemporáneo.
Como indica su título original, Still Life, la película hace referencia al género pictórico de la naturaleza muerta, el cual alcanzó su mayor grado alegórico en la escuela barroca holandesa y española con el llamado “bodegón vanitas”, cuyo mensaje tiene que ver con el carácter circunspecto John May: ante la muerte, una realidad ineludible, los placeres y los objetos terrenales carecen de sentido. Esta sombría reflexión pone en evidencia la necesidad del ser humano de valorar sus acciones, que son lo único que cuenta al final de la vida. May crea bodegones contemporáneos para mantener su existencia en equilibrio, una gravedad no exenta de toques cómicos (apenas perceptibles, por otro lado). Un ritmo armónico que Pasolini traduce en una sobria dirección basada en líneas rectas, imágenes estáticas, y un uso del espacio vacío que aporta una dimensión casi metafísica al realismo de la historia.
Sustentada en un soberbio Eddie Marsan, tan distante como enternecedor (combinación nada fácil de conseguir), melancólicamente acompañado de las sencillas melodías que configuran la banda sonora de Rachel Portman (esposa del director), estamos ante una película cargada de significado en torno a temas universales y atemporales sobre los cuales merece la pena, al menos, pararse a reflexionar. A pesar de un final algo efectista, que contrasta con la sutileza de lo cotidiano, Pasolini se ahorra el moralismo típico del que podría haber hecho gala, aludiendo a la fugacidad del tiempo y a la inevitable carrera contra la muerte. Paradójicamente, si uno se descuida y deja pasar de largo las cosas, a veces sí que se hace demasiado tarde para recuperarlas.
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