The Congress (Israel-Alemania-Polonia-Luxemburgo-Bégica-Francia, 2014).
Dirección: Ari Folman.
Intérpretes: Robin Wright, Harvey Keitel, Danny Huston, Paul Giamatti, Frances Fisher.
Guión: Ari Folman, sobre la novela de Stanislaw Lem.
Música original: Max Richter
Guión: Ari Folman, sobre la novela de Stanislaw Lem.
Música original: Max Richter
Fotografía: Michal Englert.
Montaje: Nili Feller.
Idioma: Inglés.
Duración: 122 minutos.
La eterna juventud del cine
Que el cine está transformándose y yendo por caminos nuevos
e inesperados es una realidad que nadie que se dedique al mismo, en cualquiera
de sus ámbitos, puede ignorar. Es obvio que toda la estructura que rodea al
medio cinematográfico se está volviendo prácticamente irreconocible con
respecto al siglo pasado. Pero en lugar de adoptar una actitud catastrofista,
esto no tiene por qué interpretarse como algo necesariamente malo. Las
películas van evolucionando y adaptándose al cambio de los tiempos. Hace falta
tener las ideas muy claras para abarcar este tema y transformarlo en un trabajo
metacinéfilo, consciente de los problemas y limitaciones, pero también de las
ventajas, que esta metamorfosis puede producir. El director israelí Ari Folman va
directo al centro de la materia en El Congreso,
libre adaptación de Congreso de
Futurología de Stanislaw Lem, trasladando el trasfondo filosófico de la
obra del escritor al ámbito del séptimo arte.
La película se sitúa en un momento de pleno cambio, parecido
al paso del cine mudo al sonoro, en el que los actores tienen que elegir entre
dejarse escanear y vender su imagen para que se realicen con ellos productos en
serie que puedan darles o devolverles la fama, o desaparecer del panorama. De
cualquier modo se cuestiona hasta qué punto el oficio es ya necesario en un
mundo en el que se pueden crear todas las emociones y expresiones digitalmente;
la performance capture llevada al
extremo. El cine no desaparece, lo que desaparece es su factor humano. En esta
disyuntiva se encuentra una bellísima Robin Wright, que se interpreta a sí
misma, o más bien, casi como en la película, da su nombre, su imagen y su
filmografía a un personaje, una actriz insegura con una carrera muy
cuestionable.
El Congreso se
divide en dos partes claramente diferenciadas: la primera es la que se centra
de forma más concreta, a través de la imagen real, en la desaparición del cine
tal y como lo conocemos, ofreciendo una visión bastante negativa, y
profundamente crítica hacia la figura del productor. También
se esboza el debate entre la labor artesanal y la técnica, la lucha por que los
trabajadores digitales sean considerados artistas, y los nuevos sistemas con
las que tienen que operar los directores de fotografía. Además, se sugieren cuestiones
fundamentales más generales como la inmortalidad, el libre albedrío o el
enfrentamiento al paso de los años, todo ello rematado con la introducción de
una trama familiar, que acabará siendo el hilo conductor de la narración. Este
primer e intensísimo acto de 40 minutos, que posee un carácter marcadamente
teatral, está conducido desde el primer plano por el rostro sereno de Robin
Wright. La acompaña, entre otros, un Harvey Keitel magnífico, cuyo monólogo
para despertar las emociones de Wright con el que acaba esta parte es el
momento cumbre de la cinta.
En la segunda parte, 20 años más tarde que la primera, empieza
la adaptación del libro de Lem, aunque siempre utilizado para los conceptos que
Folman quiere ilustrar. En El Congreso
no se plantea la muerte del cine, sino todo lo contrario, su integración en la
sociedad de tal manera que no se puede salir del mismo. La revolución digital
ha transformado el medio en una especie de secta en la que cualquiera puede ser
el personaje de una película. La animación se convierte en el siglo XXI en el
equivalente al LSD y demás sustancias psicotrópicas en los años 60-70 del siglo
XX, como medio de escape a un mundo paralelo de ensueño, en el que todo es
posible, para no tener que enfrentarse a las limitaciones del mundo real. Se
expone así, de manera mucho más sutil, otro debate fundamental: el de la
oposición entre la imagen real y la animada, que para Folman quizás no esté tan
ampliamente superado como pueda parecer.
Comienza así un largo y colorista episodio de alucinaciones
dentro de otras, en el que se plantea hasta qué punto somos dueños de nuestra
mente y tenemos la capacidad de elegir. Y qué mejor manera de representarlo que
retrotrayéndose a la época de mayor auge de la psicodelia. El Congreso remite a películas tan excéntricas como la Yellow Submarine (1968) de los Beatles
(Pepperland podría ser perfectamente una antigua Abrahama), o la ópera rock Tommy (1975) de los Who (con un protagonista
ciego, sordo y mudo, afecciones similares a las que sufre el hijo de Wright en
la película de Folman). En estos trabajos, se intentaba poner no solo en
música, sino en imágenes, los efectos que las drogas producen en la mente. Sin
embargo, El Congreso es más poética
que paranoica, buscando una trascendencia mucho mayor que la de representar un
estado psíquico. Todo ello desembocará en una conclusión postapocalíptica sobre
la lucha de una madre por reencontrarse con su hijo, separados no solo por
años, sino por realidades paralelas.
Una película puede hablar más que mil manifiestos o
reportajes. Con una complejidad y significación no siempre explícitas, El Congreso es en sí misma una monumental
declaración de intenciones. Ari Folman ha hecho una cinta
excesiva, pero tan viva, autoreflexiva, creativa y embriagadora, que después de
verla es muy difícil creer que el cine pueda estar acabado. Simplemente se está
regenerando, como siempre ha hecho el arte, para poder permanecer eternamente
joven.
No hay comentarios:
Publicar un comentario