Ekpyrosis (Nicolas Klement. Argentina, 2013)
Por Román Puerta
Ekpyrosis (incendio en griego) nos cuenta la vida de una comunidad menonita que se instaló a principios del siglo XX en la Pampa argentina proveniente de una migración que comenzó siglos atrás.
Pero hablar de Ekpyrosis es adentramos en un mundo cerrado, hermético, de la mano de un director que consiguió traspasar esas fronteras imaginarias que rodean esta comunidad.
Con un comienzo desazonador, realmente desagradable, Klement empieza a adentrarnos en un mundo casi irreal. Desde el matadero derrumbado y los cuerpos del ganado sacrificados, las imágenes se hacen incómodas pero, reflejando un cielo abierto que se tiñe armónicamente de un azul intenso, nos sitúan delante de un pueblo aquejado de un nihilismo enfermizo, de un mundo que no reconocemos en nuestro planeta, que creíamos que no podía existir pero que localizamos de la mano de este cineasta que se atreve a mostrarnos su cotidianidad anclada en el pasado espiritual, intelectual y social.
Y ¿cómo puede hacernos llegar esa sensación un director a través de una cámara? Klement no busca el diálogo con los habitantes, al contrario, encuentra en el silencio la forma de transmitirnos su vida, su ensimismamiento claustral. El silencio se define aquí como impenetrable y lo transmite con esa oscuridad que se cierne sobre este espacio físico tan plano y tan abierto como es la Pampa argentina. Ekpyrosis es una película de sensaciones, de ruidos, de sonido diegético, de pocos diálogos. Pero también de miradas directas a la cámara, sin respuesta posible, cerradas en el marco del encuadre. Es una película extrasensorial. Escuchamos a los niños sin entenderlos o susurrando (rememorando algunos tramos de El espíritu de la colmena). Escuchamos el sonido del trigo azotado por el viento, de los animales muertos, de las mariposas…
Rodada en un idioma “bajo alemán”, que no se habla en la actualidad en ningún lugar del mundo salvo en algunos reductos como el que nos ocupa, y con una cámara que se mete por las rendijas de la granja para “espiar” a estos menonitas, incansables trabajadores y preocupados por sí mismos y los suyos, sin reconocer el mundo que les rodea, Klement adopta la visión de la infancia, de su mirada aún inocente pero que se va transformando al conocer únicamente una visión (gris) del mundo.
La cámara se esconde detrás de cualquier obstáculo para no ser vista por los pobladores, y así vemos los más mínimos detalles de la existencia de esta comunidad, con esa textura granulada, nublada, que le da un carácter netamente amateur. Transforma las oscuridades en apariciones graduales de luz y color, como Reygadas nos tiene acostumbrados. Prima los detalles frente a lo general, las acciones cotidianas frente a ese mundo profundo que detectamos detrás de cada mirada, sobre todo de los niños, que nos recuerdan al mejor Hanecke de La cinta blanca. Porque son los niños los grandes protagonistas de esta historia casi celestial. Ellos miran al espectador, le desafían, pero al final ríen, se divierten, se mofan del mate, cantan, sin ser muy conscientes de lo que están haciendo con ellos en esta comunidad unos adultos que no son capaces de sostener la mirada, como si tuvieran vergüenza de que alguien vea lo que están haciendo. Así, todos visten iguales, con sus camisas de cuadros y sus pantalones de peto. Todos ríen igual, todos parecen subyugados por un ente superior que les invita a no salir, como si existieran barrotes invisibles (recuerden El ángel exterminador de Buñuel). Y este mundo tan cerrado, tan oprimido y opresor ¿cómo ha podido ser filmado? Solamente a través de unas imágenes que parecen robadas, a través de los detalles de lo cotidiano: ordeño de las vacas, trabajos industriales, labores agrícolas…
Pero Ekpyrosis está salpicada de profundos pensamientos “poetizados” en “bajo alemán” y por episodios de esa sangre que mana de los animales sacrificados (que nos recuerda nuevamente al maestro Buñuel), y que despiertan al espectador de un cierto letargo envolvente con el que Klement ha rodado a través de esa nebulosa perenne en las imágenes, de esa cámara lenta en algunas acciones de los adultos y una eterna mirada infantil. Es en estas últimas donde se alcanza una mayor clarividencia del discurso: la luz de la película se va “cerrando”, se torna a tonos oscuros, se vuelve a texturas antiguas, se llega a escenarios cercanos a paisajes lunáticos, apocalípticos, se ciñe a detalles, detalles, detalles…hasta la explosión final donde la cámara se lanza al cielo y nos dice que el mundo es muy grande, que los colores existen, que el paisaje es mucho más determinante que el hombre. Cuando Klement se va a los aires con su parapente, los menonitas debieron pensar que la confianza depositada en éste no debió ser prestada. Klement separa la visión dentro de la comunidad de la visión desde fuera y eso, según palabras del propio director, le dio a entender que no debía volver a esa comunidad porque no le dejarían entrar de nuevo.
Pero antes, en un guiño final del cabeza de familia (grabado con seguridad antes de su viaje por los aires) y después de una comida donde el ruido que hacen los componentes de la familia más parece el de unos animales engullendo los alimentos, parece decirnos que ellos, esos menonitas encerrados en sí mismos son el centro de la humanidad, o al menos, ellos así lo piensan. Klement no se ha atrevido a tanto, sólo ha intentado generarnos preguntas, sensaciones, sorpresas, incredulidades ante esta porción de sociedad inmune al exterior. Lo único que nos preguntamos es si esos niños con esa mirada tan directa, tan desafiante, no serán los que sufran la falta de futuro.