8/10
Jigoku de naze warui (Japón, 2013).
Dirección, guión y música original:
Sion Sono.
Intérpretes:
Jun Kunimura, Shinichi Tsutsumi, Fumi Nikaido, Tomochika,
Hiroki Hasegawa, Gen Hoshino, Tak Sakaguchi.
Fotografia: Hideo Yamamoto.
Montaje: Jun'ichi Itô.
Idioma:
Japonés.
Duración: 126 minutos.
Hagámoslo
al estilo japonés
Por Daniel Reigosa
Cuando uno se
pregunta acerca del cine japonés, lo más normal es que se venga a la mente el
manga, el cine de monstruos, de terror, de mafia (yakuza), el gore o las películas de samuráis, dejando a un lado el
desconocido (para el gran público) universo legado por Ozu que ha calado en
directores actuales como Hirokazu
Koreeda. Es lo que Japón exporta y es lo que conoce la gente.
El director Sion Sono representa todo eso y mucho más, ya que se encarga -a través de su personal coctelera- de satirizar sobre la
decadencia de ese tipo de cine a la vez que se lo pasa en grande rodando sus
largometrajes. Ver una película de Sono es ver varias películas a la vez, tan
importante por lo que cuenta (y cómo lo cuenta) como por lo que calla, aunque
en Why
Don’t You Play in Hell? callar se calla más bien poco. Pura diversión
aparentemente superficial cargada de reflexiones profundas sobre diversos temas
que preocupan al director. Sono se ha ganado un respeto a base de realizar un
cine anárquico, multireferencial, deliberadamente postmodernista y, a la vez,
completamente personal (algo que también ha conseguido su alter ego Quentin Tarantino al otro lado del
charco).
En esta ocasión,
a nivel argumental Sono organiza el filme en tres historias que transcurren en
un intervalo de 10 años y que convergen en una sola a medida que se acerca el
final: una de yakuzas con dos bandas enfrentadas (contada desde ambos lados),
otra es una suerte de romance (con la hija de uno de los jefes yakuza como
protagonista) y la última y motor de la historia, la de un joven director y su
equipo (los Fuck Bombers, formado por él mismo, dos operarios de cámara y un
actor, el Bruce Lee del s. XXI) que se encomienda al Dios del cine para hacer
una obra maestra. Pero antes de todo este derroche de ideas y frescura
narrativa la película comienza con un pegadizo anuncio de pasta de dientes
(protagonizado por la hija del jefe yakuza) que se convertirá en el leitmotiv
principal del filme (cuya enfermiza música no soy capaz de sacar de mi cabeza).
No solo a
nivel argumental sino también referencial el filme está constituido por varias
capas. En un primer nivel se aprecia un sentido aroma al cine de Tarantino (una
especie de homenaje al maestro de los homenajes) y al cine policial de mediados
de los años 60 que realizaban directores como Kinji Fukasaku y Seijun
Suzuki, influencias claras en el cine de John Woo que revitalizaría el género policíaco japonés en la década
de los 90.
Adentrándonos
un poco más, en una segunda capa, encontramos multitud de referencias más
concretas, bien en forma de escenas o personajes, todas y cada una metidas con
sentido y por auténtico amor al cine. Se establece aquí un perverso juego que
tiene sus bases en el metacine, la referencia de la referencia. A través de una
escena que alude irremediablemente a Cinema Paradiso, Sono reivindica los
antiguos formatos y maneras de concebir el cine (cosa que ya hacía la película
de Tornatore en cuestión); por medio de un personaje vestido como Bruce Lee en Juego
de la Muerte (ese mono amarillo que Tarantino ya homenajeo en Kill
Bill, otra vez se establece un juego aquí) el director expresa su admiración
por el cine de artes marciales de los años 70; a través de escenas directamente
sacadas de películas del director hongkonés Johnnie To (Election, Election 2) rinde
homenaje a las películas de yakuzas de los años 2000, que a su vez toman como
referencia las policíacas de los años 60-70; y no podía faltar un homenaje a lo
tradicional, con frases como “hagámoslo a lo japonés”, la banda rival de
yakuzas decide cambiar pistolas por katanas, los trajes por kimonos y su
guarida por una vivienda tradicional de paredes de papel, dándole al filme un
aroma a las películas del género chambara
y jidaigeki de los años 50-60. En
las peleas se destila también un homenaje a las películas de Masaki Kobayashi (un director al que
Tarantino, por cierto, le debe muchísimo). Y así un sin fin de referencias que
se me escapan y otras que podrían dar lugar a artículos independientes.
La capa
definitiva es puro metacine (esto empieza a parecer ya una crítica dentro de
una crítica). Los últimos cuarenta minutos (en los que las tres historias se
unen) contienen los momentos más brillantes e introspectivos, otorgando profundas
reflexiones sobre el cine y la sobrevaloración de lo real. Puro cine dentro del
cine que se extiende hasta la última escena (un último gag resumen de todo lo
anterior).
Why Don’t… rebosa
humor, chorros de sangre y ritmo cardíaco, pero no está exenta de cierta
crítica hacia el aletargado sistema de estudios japonés. Mediante el uso de la
ironía y los afilados diálogos que recitan sus personajes: “el dinero ha matado
al cine japonés” o “la fantasía se está cargando lo real”, Sono reivindica el
cine de lo auténtico, real o no, en contra de lo impostado y rancio que abunda
en las carteleras. Y es que, según Sono, es mejor hacer una sola obra maestra y
morir en el intento que mil películas simplemente por dinero, máxima que el
joven director protagonista de su película cumple a pies juntillas. Why Don’t… es una explosión cultural,
un certero crochet a la mandíbula del
aletargado espectador, un vómito de una digestión de más de cien años que es
imposible que te deje indiferente.
P.D. Resulta
imprescindible acercarse a este filme totalmente libre de complejos, abrir bien
la mente cinéfila para poder apreciar esta obra y todo lo que contiene.
Abstenerse puristas.
VER EN FILMIN
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