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Tom
à la ferme (Canadá-Francia, 2013).
Dirección
y montaje: Xavier Dolan.
Intérpretes:
Xavier Dolan, Pierre-Yves Cardinal, Lise Roy, Evelyne Brochu, Manuel
Tadros.
Guión:
Xavier Dolan, sobre la obra de Michel Marc Bouchard.
Música
original: Gabriel Yared.
Fotografia:
André Turpin.
Idioma:
Francés.
Duración:
105 minutos
Luces
y sombras en una obra inclasificable
Por
Daniel Reigosa
El
año pasado Laurence
Anyways
(producida en 2011 pero que no llegó a España hasta junio del 2013)
sorprendía por su irreverencia, rebeldía y frescura. Su jovencísimo
director, Xavier
Dolan
(que acaba de cumplir 25 años), relataba una historia turbadora
sobre un profesor heterosexual al que le gustaba vestirse de mujer; y
mostraba en su tercer largometraje un estilo camaleónico,
exhibicionista, atrevido, con un cierto grado de prepotencia pero,
ante todo, honesto. A pesar de la multitud de formas, estilos y
referencias de las que hacía gala el director, el film conseguía un
cierto equilibrio entre el barroquismo visual, lo morboso de la
historia y el romanticismo impostado, para dotarla de un ritmo
pausado, pero ágil, en sus casi tres horas de metraje. Una película
notable en la que el director parecía estar buscando su propio
estilo.
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Tom
(interpretado por el propio Dolan) es un chico moderno (en su amplio
sentido de la palabra) que viaja a la Canadá rural y profunda para
asistir al funeral de su novio. Una vez allí se instalará en la
granja de la familia del difunto, donde conocerá a su madre
(desconocedora de la condición sexual de su hijo) y a su hermano
Francis (Pierre-Yves
Cardinal);
un personaje oscuro, violento, obsesivo y manipulador que hará todo
lo que esté en su mano para ocultar los “deshonrosos“ secretos a
su protegida madre, como si de un eterno personaje de Hitchcock se
tratase.
Entre
Tom y Francis surgen tensiones, tanto a nivel personal (homofobia,
desprecio, subordinación) como sexual. Precisamente es en el
desarrollo de estas últimas en las que la narración encuentra sus
puntos álgidos y de mayor audacia; transformando los momentos de
deseo carnal entre los protagonistas en arrebatos oscuros de
violencia por parte de un Francis que lucha contra su propio ser,
mientras Tom se somete paulatinamente a los caprichos del hermano
amparado en un aparente Síndrome de Estocolmo.
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Como
ya ocurría en sus anteriores propuestas, el
exceso de presencia del director -que parece querer convertirse en
bandera de su causa y generación-, junto con la gratuidad de ciertos
elementos (a veces formales a veces argumentales), resta fuerza a una
historia que deambula entre la genialidad y el narcisismo banal
desmedido.
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