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Nebraska
(USA, 2013).
Dirección:
Alexander Payne.
Intérpretes:
Bruce Dern, Will Forte, June Squibb, Bob Odenkirk, Stacy Keach.
Guión:
Bob Nelson.
Música
original: Mark Orton.
Fotografía:
Phedon Papamichael.
Montaje:
Kevin Tent.
Idioma:
Inglés.
Duración:
115 minutos.
Atrapa un millón
Es
imposible no pensar en Una historia verdadera (David
Lynch, 1999) al ver la nueva película de Alexander Payne. En ambas
tenemos a un anciano empeñado en hacer un viaje imposible, sin
importar la precariedad de los medios. Tener que recorrer cientos de
kilómetros en un cortacésped -o pretender hacerlo a pie- no es
obstáculo para aquellos que son conscientes de estar ante la última
gran aventura de su vida.
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En
los distintos niveles que ofrece Nebraska, es la
recuperación de lazos paterno-filiales el que ofrece al espectador
una oportunidad de reconciliación con la especie humana. El
acercamiento se produce de forma torpe, pero entrañable. Es obvio en
el personaje de David, hombre sensible deseoso de encontrar afecto en
su padre. Pero también lo es en la hosquedad de Woody, consciente de
no haber sabido cuidar de su familia durante tantos años. A su
manera, intenta reparar esos errores, aunque no sepa muy bien cómo
hacerlo.
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Resulta
muy interesante la visión de los personajes femeninos, verdaderos
motores de la unidad familiar. Kate y su fuerte carácter dominan
el hogar con mano de hierro, pero es algo que también podemos intuir
en otras mujeres que aparecen en el film. Los hombres parecen dejarse
llevar, sin tener un papel relevante en la unidad familiar. Y menos
aún después de la jubilación. Estamos ante otra de esas capas del
film, la que pone de manifiesto el papel femenino como sostenedora de
la familia ante la pasividad masculina.
Y
hay otro nivel más en el que me gustaría detenerme, y que acerca
este trabajo a los hermanos Coen. Nos habla de la mezquindad humana,
y ahí entra toda esa galería de personajes -alguno incluso roza la
caricatura- sacados de las profundidades americanas. Y siempre el
dinero por medio, las ansias de conseguir riqueza sin hacer nada.
Aunque haya que pisotear a la familia o a los amigos.
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Otra
vez Payne nos regala una obra muy humana, con personajes reconocibles
y cercanos, en los que no se esconden los defectos. Como en
Los descendientes (2011),
vuelven las dificultades de las relaciones familiares. Y si bien es
cierto que el film busca algo parecido a un final feliz, jamás
renuncia a su coherencia. La unión entre padre e hijo jamás se nos
muestra a través de la catarsis del contacto físico o de las
lágrimas. Y es que para un hombre tosco al que no se le dan bien las
relaciones con los demás, cambiar ciertas cosas resulta imposible.
Aunque en su interior sí se haya producido una transformación. La
habilidad de Payne para contar sin mostrar hace el resto.
Manuel
Barrero Iglesias
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