12 Years a Slave (Estados Unidos-Reino Unido, 2013).
Dirección: Steve McQueen.
Intérpretes: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Lupita Nyong'o, Paul Dano, Paul Giamatti, Benedict Cumberbatch.
Guión: John Ridley, basado en la autobiografía de Solomon Northup.
Música original: Hans Zimmer.
Fotografía: Sean Bobbitt.
Montaje: Joe Walker.
Idioma: Inglés.
Duración: 134 minutos.
Esclavo de la historia
A
Steve McQueen el reconocimiento masivo por parte de la industria le
llega con su tercer largometraje. El menos interesante, dicho sea de
paso. Un pequeño detalle: la música es de Hans Zimmer. No hay
compositor en el mundo más encasillado dentro del cine comercial
(mientras a la vez mantiene cierto halo de prestigio). Es solo un
pequeño apunte, pero si vemos la intensa promoción de cara a la
batalla de los premios, podemos comprobar que la película apuesta de
forma decidida por conquistar las alfombras rojas.
Pero para
poder aspirar a coleccionar estatuillas hay que minimizar los
riesgos. Recordemos que McQueen procede del video-arte experimental.
Y que sus dos primeros trabajos -sin llegar a osadías radicales- eran más intrépidos que este film. Hunger (2008) se atrevía
con un plano fijo de más de quince minutos. Mientras Shame (2011) era una
obra incómoda que no encajaba demasiado bien con la separación
entre “bien” y “mal”, conceptos que sí están muy
delimitados en 12 años de esclavitud.
Sí se desenvuelve con soltura el autor a la hora de hacernos llegar el sufrimiento ajeno. En su trayectoria siempre se ha interesado por el castigo corporal, y no es extraño ver en sus trabajos el deterioro físico. Puede que rayando a veces en lo obsceno, pero siempre parando justo en el momento en el que empieza a cruzar el límite. Un claro ejemplo es la secuencia de los latigazos, que en última instancia son mostrados tomando ciertas distancias. Y cuando uno va a ponerse a pensar en La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004), McQueen se detiene. De hecho, la secuencia más turbadora del film prescinde de la violencia explícita. Aquella en la que el protagonista permanece con la soga al cuello de puntillas.
Claro que el talento de Steve McQueen para manejar la cámara se nota -a veces, demasiado- y el film sobresale por encima de la media de este tipo de productos. Hay no pocos momentos en los que el director deslumbra con su maestría. Desde el uso del violín como símbolo hasta la forma de filmar las relaciones entre personajes. Detalles de calidad dentro de un conjunto que parece buscar el aplauso multitudinario.
Manuel Barrero Iglesias
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