Las potentes notas que llevan
irremediablemente la voz cantante del vídeo promocional del festival consagrado
a premiar internacionalmente las mejores bandas sonoras de películas nos
arrastran a mí y a las alrededor de 350 personas más que abarrotan la sala
hacia el inicio del Festival internacional de cine de Gante (Bélgica), el Film
Fest Gent. What Maisie Knew es la
elegida. Traducida en España como ¿Qué
hacemos con Maisie? (título excepcionalmente más logrado en su doblaje, que
verá la luz en nuestro país en el mes de diciembre), la película retrata el
resultado de un divorcio en constante lucha por la custodia de una niña
monísima, convertida en objeto de deseo de sus egocéntricos progenitores. Afortunadamente,
sus nuevas parejas estarán ahí para, paradójicamente, dar coherencia a una
situación insostenible. Tanto como poco creíble es el devenir de unos padres
demasiado histriónicos para ser reales, o al menos habituales, pero que sin
embargo encierran una profunda y lograda crítica a la sociedad contemporánea
del divorcio y el egoísmo paterno.
Dicho así podría entenderse como
una apología de la unidad familiar como medida de todas las cosas, pero sería sacarlo
todo de quicio. Los americanos Scott McGehee y David Siegel no proponen crear
familias convencionales, sino dar un toque de atención sobre la responsabilidad
de acompañar el crecimiento de un niño. Acompañar es precisamente lo que hacen
las nuevas parejas de los divorciados con la niña de la que parecen preocuparse
más que sus propios padres, siempre ocupados con sus intensas vidas y, de paso,
con la del otro, del que obtienen información a través de la pequeña de una
manera tan sutil como los diálogos que construyen el relato, en pocas palabras,
de forma profunda. Una carrera constante por conseguir una custodia que supone
más un triunfo personal que un verdadero deseo paternal, pero también el
constante devenir de brazos en brazos por las calles neoyorquinas. Un adorable
Alexander Skarsgård termina de redondear esta cinta inteligente y bellamente
construida.
Sin embargo, la mayor belleza del
día se esconde entre rejas, más allá del muro que separa a palestinos e
israelís en Cisjordania y que Omar salta cada día en la película palestina que
recibe su mismo nombre, bajo la firma del holandés de adopción Hany Abu-Assad.
Sin desprenderse aún del halo combatiente que generó controversia con su anterior
Paradise Now, el realizador ahonda en
las luces y sombras del chico que, apenas alcanzando la veintena, tiene muy
claro lo que quiere hacer con su vida: luchar por su identidad en el mismo
bando que sus dos amigos de la infancia y al lado de su dulce amada. Toda una
tragedia shakespeariana de amor, anhelos jóvenes, pasión latente, fidelidad,
traición y lucha, no puesta sobre, sino dentro de las entrañas del conflicto
palestino-israelí, cuidadosamente retratado con toda su crueldad. Como si se
tratase de una prueba de fe constante, Omar se defiende con uñas y dientes en
un trabajo muy físico por sobrevivir a la tortura, del Estado e incluso de sí
mismo, tratando de mantenerse fiel a sus principios y sus deseos. Una obra
incisiva a la vez que hermosa y que bien le valió el premio del jurado en Un
certain regard en Cannes 2013.
El cierre de la jornada es un
retrato negro de familia y comunidad, pero también de prejuicios y racismo. Fruitvale Station recala ahora en Gante
después de su recorrido festivalero, tras zarpar del laboratorio de Sundance,
con los vicios y las virtudes al que el festival americano nos tiene
acostumbrados y que sin algo más detrás acaba por ser simplemente algo
inspiradamente bonito. La cámara en mano, los detalles en primerísimo primer
plano y la luz filtrada que tanto agradan a la vista con mesura, pero que
convertidos en moda pueden llegar a la saturación sin significado, son la nota
predominante en este film que, no obstante, contiene también algunos pasajes
verdaderamente logrados, como el retrato de la cotidianidad familiar. Por
desgracia, el estado de alerta permanentemente sostenido durante toda la película
termina por romper la tensión en un desenlace tan poco afortunado como
innecesario para reivindicar la historia real en la que se basa.
Sara Martínez Ruiz
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