The
Place Beyond the Pines (USA, 2012).
Dirección
y guión: Derek Cianfrance.
Intérpretes:
Ryan Gosling, Eva Mendes, Bradley Cooper, Ray Liotta, Rose Byrne.
Guión:
Derek Cianfrance, Ben Coccio, Daruis Marder.
Música
original: Mike Patton.
Fotografía:
Sean Bobbitt.
Montaje:
Jim Helton, Ron Patane.
Idioma:
Inglés, español.
Duración:
140 minutos.
Binomio
de familia y vida
Ni
el cartel a lo gran epopeya de la magnitud de Cold Mountain,
ni la traducción en castellano que ha recibido Cruce de caminos
(The Place Beyond the Pines) -que evidencia de forma muy poco
sutil un devenir a priori poco esperado-, hacen justicia al contenido
real del nuevo film (una vez más, tardío en nuestro país) de Derek
Cianfrance. El responsable de la bien valorada Blue Valentine
vuelve a profundizar en las entrañas de la Familia como institución
en este drama, tan visiblemente inferido por su predecesora que bien
podría ser una continuación. Como si hubiera quedado en deuda con
esa preciosa niña que protagoniza una de las mejores escenas de
aquélla (la última), Cruce de caminos se adentra en la
responsabilidad de ofrecer una explicación sobre el futuro de tantas
otras infancias que, como ésa, acaban hechas pedazos nada más
comenzar.
El
mismo efecto hipnótico posee un Ryan Gosling ya visto bajo las
mismas órdenes, y acompañado de toda una serie de personajes espejo
dentro de esa realidad decadente cianfranciana.
Almas erráticas condenadas a vagar por caminos equivocados a través
de rituales de paso impuestos y magnéticamente atraídas hacia un
destino que se antoja ineludible. Como ya iniciara hace más de
cincuenta años Hitchcock en su obra maestra Psicosis,
el director sitúa al protagonista en el ojo del huracán desde donde
incluso su ausencia controla el epicentro de la espiral que conduce
al abismo.
Como
la nube plomiza de Goslin pesa sobre las cabezas de todos como si se
tratase del fantasma de Dean, su personaje gemelo en Blue
Valentine, la firma del realizador sobrevuela toda la obra a
pesar del giro que hábilmente la separa de la que le valió el
reconocimiento como voz con nombre propio. Y como tal, vuelve a
alzarse como valedor de aquellos con falta de alternativas en una
disertación sobre el bien y el mal en ese mundo fuertemente marcado
por el determinismo social. Al amparo del mismo paisaje en continuo
devenir, Cianfrance juega de forma perversa con la idea de deber y
responsabilidad, atribuyendo a la sociedad la carga moral de sostener
un relevo generacional marcado por las acciones pasadas que repiten
en bucle los vicios adquiridos.
Con
la cadencia errática de seres que divagan sin rumbo (acelerada en un
prematuro final de capítulo donde, fiel a los impulsos por los que
se mueven sus personajes, el chute de adrenalina precede a una nueva
caída), Derek Cianfrance zanja así lo que parece un binomio fílmico
sobre la condición humana y sus relaciones. Partiendo de una
secuencia totalmente premonitoria, con una banda de sonido
perfectamente consciente de su augurio, sitúa al espectador en la
zona de alerta de la misma forma que una carretera denterosa y
agorera presagiaba el choque en los caminos de Blue Valentine.
La misma carretera que cierra el círculo del cruce de caminos sobre
el que el cineasta pone el toque de atención, no sin cierta
estridencia respecto a la cotidianidad empática con que sutilmente
captaba los temores humanos la primera. Principio y final para una
historia en dos partes redonda como la espiral que encierra sin
remedio a los protagonistas.
Sara
Martínez Ruiz
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