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lunes, 9 de septiembre de 2013

Cruce de caminos

7/10
The Place Beyond the Pines (USA, 2012).
Dirección y guión: Derek Cianfrance.
Intérpretes: Ryan Gosling, Eva Mendes, Bradley Cooper, Ray Liotta, Rose Byrne.
Guión: Derek Cianfrance, Ben Coccio, Daruis Marder.
Música original: Mike Patton.
Fotografía: Sean Bobbitt.
Montaje: Jim Helton, Ron Patane.
Idioma: Inglés, español.
Duración: 140 minutos.


Binomio de familia y vida

Ni el cartel a lo gran epopeya de la magnitud de Cold Mountain, ni la traducción en castellano que ha recibido Cruce de caminos (The Place Beyond the Pines) -que evidencia de forma muy poco sutil un devenir a priori poco esperado-, hacen justicia al contenido real del nuevo film (una vez más, tardío en nuestro país) de Derek Cianfrance. El responsable de la bien valorada Blue Valentine vuelve a profundizar en las entrañas de la Familia como institución en este drama, tan visiblemente inferido por su predecesora que bien podría ser una continuación. Como si hubiera quedado en deuda con esa preciosa niña que protagoniza una de las mejores escenas de aquélla (la última), Cruce de caminos se adentra en la responsabilidad de ofrecer una explicación sobre el futuro de tantas otras infancias que, como ésa, acaban hechas pedazos nada más comenzar.

Bajo la apariencia de vidas cruzadas, el film se construye en realidad sobre la estructura latente de caminos paralelos que confluyen una y otra vez en un bucle hipnótico sin escapatoria que desde los primeros planos, igualmente adictivos, presagia irremediablemente la tragedia. La figura del antihéroe moderno aparece envuelta, entre esa nebulosa de vítores anónimos y luces de feria, por una manta de heredadas veladuras brakhagianas de luces y sombras que confieren humanidad al personaje, como ya lo hiciera antes en Blue Valentine. Su trabajo, hecho forma de vida, como rey del espectáculo de motos encierra simbólicamente en una bola de rejas de hierro gigante su devenir en la vida: dando vueltas en círculo, expuesto ante el peligro y sin escapatoria.


El mismo efecto hipnótico posee un Ryan Gosling ya visto bajo las mismas órdenes, y acompañado de toda una serie de personajes espejo dentro de esa realidad decadente cianfranciana. Almas erráticas condenadas a vagar por caminos equivocados a través de rituales de paso impuestos y magnéticamente atraídas hacia un destino que se antoja ineludible. Como ya iniciara hace más de cincuenta años Hitchcock en su obra maestra Psicosis, el director sitúa al protagonista en el ojo del huracán desde donde incluso su ausencia controla el epicentro de la espiral que conduce al abismo.

Como la nube plomiza de Goslin pesa sobre las cabezas de todos como si se tratase del fantasma de Dean, su personaje gemelo en Blue Valentine, la firma del realizador sobrevuela toda la obra a pesar del giro que hábilmente la separa de la que le valió el reconocimiento como voz con nombre propio. Y como tal, vuelve a alzarse como valedor de aquellos con falta de alternativas en una disertación sobre el bien y el mal en ese mundo fuertemente marcado por el determinismo social. Al amparo del mismo paisaje en continuo devenir, Cianfrance juega de forma perversa con la idea de deber y responsabilidad, atribuyendo a la sociedad la carga moral de sostener un relevo generacional marcado por las acciones pasadas que repiten en bucle los vicios adquiridos.

Con la cadencia errática de seres que divagan sin rumbo (acelerada en un prematuro final de capítulo donde, fiel a los impulsos por los que se mueven sus personajes, el chute de adrenalina precede a una nueva caída), Derek Cianfrance zanja así lo que parece un binomio fílmico sobre la condición humana y sus relaciones. Partiendo de una secuencia totalmente premonitoria, con una banda de sonido perfectamente consciente de su augurio, sitúa al espectador en la zona de alerta de la misma forma que una carretera denterosa y agorera presagiaba el choque en los caminos de Blue Valentine. La misma carretera que cierra el círculo del cruce de caminos sobre el que el cineasta pone el toque de atención, no sin cierta estridencia respecto a la cotidianidad empática con que sutilmente captaba los temores humanos la primera. Principio y final para una historia en dos partes redonda como la espiral que encierra sin remedio a los protagonistas.



Sara Martínez Ruiz


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