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viernes, 28 de diciembre de 2012

Tiburón


Jaws (USA, 1975). Dirección: Steven Spielberg. Intérpretes: Roy Scheider, Robert Shaw, Richard Dreyfuss, Lorraine Gary, Murray Hamilton. Guión: Peter Benchley, Carl Gottlieb, sobre la novela de Peter Benchley. Música original: John Williams. Fotografía: Bill Butler. Montaje: Verna Fields.




Cuenta el propio Steven Spielberg, en la recomendable retrospectiva que ha publicado sobre él y su obra Richard Schickel, que Tiburón fue su particular Vietnam, “básicamente, se trataba de gente naif contra la naturaleza, y la naturaleza nos vencía cada día”. Un punto de vista interesante, viniendo del propio autor, que nos sitúa en el escenario de trabajo de la adaptación que en 1975 realizó de la novela “Jaws”, de Peter Benchley y que, casi cuarenta años después, es un clásico indiscutible del cine. Pese a seguir soportando el estigma de ser responsable de la creación de un nuevo método de negocio en la industria cinematográfica no bien visto del todo por el conjunto de los autores, críticos y pensadores que con posterioridad han tenido que rendirse, de una u otra forma, al nuevo sistema propuesto y que ha devorado a más de uno.

Tiburón pudo ser ese metafórico Vietnam del que habla su creador, quien después ha buceado como pocos en la historia de séptimo arte en las dos guerras más trascendentes en las que se ha embarcado el mundo en el pasado siglo XX, pero también fue vehículo para mostrarnos lo ruin de la condición humana en tiempos del capitalismo. Un ser humano que antepone los intereses económico/estéticos y de supervivencia del negocio por encima de la propia vida de alguno de los vecinos de esa isla imaginaria que sirve de escenario a lo contado, llamada Amity. Retrato adelantado, quién sabe, de las motivaciones que, décadas después, por culpa de esa forma de entender el poder del dinero (que deja de lado cualquier sentimiento que no se pueda comprar) han llevado a una de las devastaciones morales y económicas más grandes de nuestra historia.

Todo debe parecer tranquilo, se puede manejar a la gente manipulando la información. Y todo para que no nos sintamos inseguros, para que la gente siga creyendo que los gobernantes están ahí para hacerles la vida más fácil y no para, a costa de mantener la fuente de ingresos de la comunidad, enfrentarles, por ejemplo, a una fiera capaz de arrancarles la vida en un instante con una voraz dentellada.

Los entresijos que rodearon este proyecto son bien conocidos, casi legendarios, y no procede ahora detallarlos nuevamente. Antes: desde la elección del director (un, por entonces, casi desconocido) hasta el reparto final, pasando por la lucha para cerrar un guion que convenciera a todos y que estuviera a la altura. Y durante: con infinidad de problemas técnicos y dificultades para sacar adelante el presupuesto. Problemas y dificultades que obligaron a Spielberg a rodar una película muy diferente a la inicialmente imaginada. Una película que creció por todo ello cuando el director decidió casi prescindir del engendro mecánico que iba a acaparar las escenas de acción y éste terminó siendo sugerido más que mostrado. Precisamente ahí es donde todo el inmenso talento de Spielberg quedó a la vista del mundo entero, porque el mundo decidió, después, hacer colas enormes en las puertas de los cines de los años setenta para ver este filme y conceder desde entonces a Steven Spielberg el poder de dirigir lo que quisiera.

Fue Cecil B. DeMille quien dijo aquello de “una buena película debe comenzar con un terremoto y después ir hacia arriba”. Premisa que en Tiburón se sigue a rajatabla. La secuencia inicial de este filme es toda una lección de cine que atrapa como pocos arranques y, tras ello, la película no deja de crecer hasta su tremendo desenlace. Por lo demás, todo lo que hay en su desarrollo es un enorme control del ritmo, que el director maneja con sorprendente maestría para un joven aparentemente poco experimentado. La cinta combina los momentos álgidos de acción con otros en los que se da respiro al espectador sin ser esos momentos vacíos. Todo lo contrario, algunos de los mejores instantes del film están contenidos en planos, escenas y conversaciones para el recuerdo alejadas de cualquier fragor, como aquella maravilla en la que los tres protagonistas (Robert Shaw, Richard Dreyfuss y Roy Scheider) rivalizan, en plena borrachera, por ver quién tiene la cicatriz más grande.

Escribía antes sobre la aparente poca experiencia del Spielberg de mediados de los setenta. En realidad cualquiera que ya hubiera examinado aquella TV-Movie llamada Duel sabría que él era el director perfecto para este embate. Duel es otra obra maestra en la que se juega con la maldad casi sin entender sus motivaciones y manejando territorios más psicológicos que físicos. En aquella, como en ésta, el miedo puede hallarse en lo que se esconde tras el cristal de la cabina de un enorme camión o tras las cuerdas que unen a otro ser al que no vemos la cara con cuatro bidones de color amarillo.

Mucha culpa de que la buscada tensión termine de ser cien por cien efectiva la tiene el genio que hay tras la banda sonora de Tiburón. Spielberg y John Williams comenzaron su carrera en paralelo en la anterior The Sugarland Express (aquel trabajo previo que puso en la cabeza de sus productores, Brown y Zanuck, el recambio definitivo a quien encargar finalmente el rodaje) y desde entonces han formado uno de esos míticos binomios cinematográficos para la historia. Williams se aproxima en esta ocasión a otra leyenda, llamada Bernard Herrmann, para componer una partitura antológica, que es capaz de elevar la angustia y el temor casi por sí sola. Muchos de sus acordes son ya eco inolvidable de la memoria musical colectiva.

Tiburón es, en suma, un ejercicio de maestría casi improvisada. La lucha -en la ficción- contra la amenaza que aparece, y -en lo real- contra todos aquellos elementos que pueden hacer de un rodaje algo casi imposible de llevar a cabo. Y es también un ejercicio capaz de enamorar a las masas, de provocar sensaciones pocas veces vistas con el poder de un director que ha firmado desde entonces, guste o no, muchos de los mejores momentos, imágenes y emociones que el cine ha regalado a las últimas generaciones. De ésas que, de verdad, están ya en el ADN global. Porque sería impensable hacer balance de este arte que es narrar con imágenes sin intercalar varios o muchos fotogramas de los que Spielberg sea responsable.

Universal Studios ha cumplido 100 años. En su gigantesca colección de títulos hay cabida para todos los géneros y para todos aquellos territorios donde el cine pueda llegar a dar sentido a su existencia. Hay espacio para la gloria y el fracaso. Para el divertimento y la decepción. Pero si algo forma parte de sus entrañas, de su origen más auténtico, habría que decir que la Universal ha sido una gran fábrica de monstruos. Tras ese globo terráqueo que es su carta de presentación han surgido, para quedarse con nosotros, los vampiros más recordados, las momias revividas, los hombres-lobo más aterradores o aquel Frankenstein que no dejó de asustarnos tras su aparente inocencia. El Tiburón de Spielberg quiso incorporar un nuevo elemento a la saga. Quiso sumarse a la estirpe clásica de la casa. No hay duda que lo logró. Pero también logró algo aun más importante, dejar muy claro que el verdadero monstruo que llegó para quedarse no estaba delante de las cámaras… estaba justo al otro lado.


Jorge R.

1 comentario:

  1. Chapeau!, Jorge, por este artículo tan bien desarrollado e impecable.

    Un abrazo de Mos desde la orilla de las palabras.

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