Jaws (USA, 1975). Dirección: Steven Spielberg. Intérpretes: Roy Scheider, Robert Shaw, Richard Dreyfuss, Lorraine Gary, Murray Hamilton. Guión: Peter Benchley, Carl Gottlieb, sobre la novela de Peter Benchley. Música original: John Williams. Fotografía: Bill Butler. Montaje: Verna Fields.
Cuenta el propio Steven Spielberg, en la recomendable retrospectiva que ha publicado sobre él y su obra Richard Schickel, que Tiburón fue su particular Vietnam, “básicamente, se trataba de gente naif contra la naturaleza, y la naturaleza nos vencía cada día”. Un punto de vista interesante, viniendo del propio autor, que nos sitúa en el escenario de trabajo de la adaptación que en 1975 realizó de la novela “Jaws”, de Peter Benchley y que, casi cuarenta años después, es un clásico indiscutible del cine. Pese a seguir soportando el estigma de ser responsable de la creación de un nuevo método de negocio en la industria cinematográfica no bien visto del todo por el conjunto de los autores, críticos y pensadores que con posterioridad han tenido que rendirse, de una u otra forma, al nuevo sistema propuesto y que ha devorado a más de uno.
Tiburón
pudo ser ese metafórico Vietnam del que habla su creador, quien
después ha buceado como pocos en la historia de séptimo arte en las
dos guerras más trascendentes en las que se ha embarcado el mundo en
el pasado siglo XX, pero también fue vehículo para mostrarnos lo
ruin de la condición humana en tiempos del capitalismo. Un ser
humano que antepone los intereses económico/estéticos y de
supervivencia del negocio por encima de la propia vida de alguno de
los vecinos de esa isla imaginaria que sirve de escenario a lo
contado, llamada Amity. Retrato adelantado, quién sabe, de las
motivaciones que, décadas después, por culpa de esa forma de
entender el poder del dinero (que deja de lado cualquier sentimiento
que no se pueda comprar) han llevado a una de las devastaciones
morales y económicas más grandes de nuestra historia.
Todo
debe parecer tranquilo, se puede manejar a la gente manipulando la
información. Y todo para que no nos sintamos inseguros, para que la
gente siga creyendo que los gobernantes están ahí para hacerles la
vida más fácil y no para, a costa de mantener la fuente de ingresos
de la comunidad, enfrentarles, por ejemplo, a una fiera capaz de
arrancarles la vida en un instante con una voraz dentellada.
Los
entresijos que rodearon este proyecto son bien conocidos, casi
legendarios, y no procede ahora detallarlos nuevamente. Antes: desde
la elección del director (un, por entonces, casi desconocido) hasta
el reparto final, pasando por la lucha para cerrar un guion que
convenciera a todos y que estuviera a la altura. Y durante: con
infinidad de problemas técnicos y dificultades para sacar adelante
el presupuesto. Problemas y dificultades que obligaron a Spielberg a
rodar una película muy diferente a la inicialmente imaginada. Una
película que creció por todo ello cuando el director decidió casi
prescindir del engendro mecánico que iba a acaparar las escenas de
acción y éste terminó siendo sugerido más que mostrado.
Precisamente ahí es donde todo el inmenso talento de Spielberg quedó
a la vista del mundo entero, porque el mundo decidió, después,
hacer colas enormes en las puertas de los cines de los años setenta
para ver este filme y conceder desde entonces a Steven Spielberg el
poder de dirigir lo que quisiera.
Fue
Cecil B. DeMille quien dijo aquello de “una buena película debe
comenzar con un terremoto y después ir hacia arriba”. Premisa que
en Tiburón
se sigue a rajatabla. La secuencia inicial de este filme es toda una
lección de cine que atrapa como pocos arranques y, tras ello, la
película no deja de crecer hasta su tremendo desenlace. Por lo
demás, todo lo que hay en su desarrollo es un enorme control del
ritmo, que el director maneja con sorprendente maestría para un
joven aparentemente poco experimentado. La cinta combina los momentos
álgidos de acción con otros en los que se da respiro al espectador
sin ser esos momentos vacíos. Todo lo contrario, algunos de los
mejores instantes del film están contenidos en planos, escenas y
conversaciones para el recuerdo alejadas de cualquier fragor, como
aquella maravilla en la que los tres protagonistas (Robert Shaw,
Richard Dreyfuss y Roy Scheider) rivalizan, en plena borrachera, por
ver quién tiene la cicatriz más grande.
Escribía
antes sobre la aparente poca experiencia del Spielberg de mediados de
los setenta. En realidad cualquiera que ya hubiera examinado aquella
TV-Movie llamada Duel
sabría que él era el director perfecto para este embate. Duel
es otra
obra maestra en la que se juega con la maldad casi sin entender sus
motivaciones y manejando territorios más psicológicos que físicos.
En aquella, como en ésta, el miedo puede hallarse en lo que se
esconde tras el cristal de la cabina de un enorme camión o tras las
cuerdas que unen a otro ser al que no vemos la cara con cuatro
bidones de color amarillo.
Mucha
culpa de que la buscada tensión termine de ser cien por cien
efectiva la tiene el genio que hay tras la banda sonora de Tiburón.
Spielberg y John Williams comenzaron su carrera en paralelo en la
anterior The
Sugarland Express
(aquel trabajo previo que puso en la cabeza de sus productores, Brown
y Zanuck, el recambio definitivo a quien encargar finalmente el
rodaje) y desde entonces han formado uno de esos míticos binomios
cinematográficos para la historia. Williams se aproxima en esta
ocasión a otra leyenda, llamada Bernard
Herrmann, para componer una partitura antológica, que es capaz de
elevar la angustia y el temor casi por sí sola. Muchos de sus
acordes son ya eco inolvidable de la memoria musical colectiva.
Tiburón
es, en suma, un ejercicio de maestría casi improvisada. La lucha -en
la ficción- contra la amenaza que aparece, y -en lo real- contra
todos aquellos elementos que pueden hacer de un rodaje algo casi
imposible de llevar a cabo. Y es también un ejercicio capaz de
enamorar a las masas, de provocar sensaciones pocas veces vistas con
el poder de un director que ha firmado desde entonces, guste o no,
muchos de los mejores momentos, imágenes y emociones que el cine ha
regalado a las últimas generaciones. De ésas que, de verdad, están
ya en el ADN global. Porque sería impensable hacer balance de este
arte que es narrar con imágenes sin intercalar varios o muchos
fotogramas de los que Spielberg sea responsable.
Universal
Studios ha cumplido 100 años. En su gigantesca colección de títulos
hay cabida para todos los géneros y para todos aquellos territorios
donde el cine pueda llegar a dar sentido a su existencia. Hay espacio
para la gloria y el fracaso. Para el divertimento y la decepción.
Pero si algo forma parte de sus entrañas, de su origen más
auténtico, habría que decir que la Universal ha sido una gran
fábrica de monstruos. Tras ese globo terráqueo que es su carta de
presentación han surgido, para quedarse con nosotros, los vampiros
más recordados, las momias revividas, los hombres-lobo más
aterradores o aquel Frankenstein que no dejó de asustarnos tras su
aparente inocencia. El Tiburón
de Spielberg quiso incorporar un nuevo elemento a la saga. Quiso
sumarse a la estirpe clásica de la casa. No hay duda que lo logró.
Pero también logró algo aun más importante, dejar muy claro que el
verdadero monstruo que llegó para quedarse no estaba delante de las
cámaras… estaba justo al otro lado.
Jorge
R.
Chapeau!, Jorge, por este artículo tan bien desarrollado e impecable.
ResponderEliminarUn abrazo de Mos desde la orilla de las palabras.