Una niña y un molino. Dos imágenes ya grabadas en el imaginario colectivo, y que por sí solas bastan para hacer de esta película todo un clásico, no ya del terror, sino del cine en general. Es cierto que ente repaso que hacemos de los clásicos de Universal podríamos haber hablado de La novia de Frankenstein, película superior a su predecesora. Probablemente, el primer caso en el que una secuela supera al original. Pero sería injusto no reconocer los muchos méritos del El doctor Frankenstein, los cuales se elevan finalmente sobre los defectos (que también los hay).
El
film nace a la estela del éxito de Drácula, con el que Carl Laemmle
Jr. inauguraba su ciclo de terror en Universal. De hecho, el
personaje fue ofrecido al mismo Bela Lugosi, quien rechazó el papel
por su ausencia de diálogo y su exceso de maquillaje. En la
dirección, tras barajarse varios nombres, fue el británico James
Whale finalmente el elegido. Iniciado en el teatro, fue él quien
eligió a Boris Karloff para el rol del monstruo. De hecho, su
entrada en el proyecto provocó varios cambios en el reparto, al que
se incorporó el también británico Colin Clive.
Con
motivo de El fantasma de la ópera hablábamos sobre la importancia
del maquillaje en la creación de un personaje con especiales
características físicas. Qué decir de la icónica representación
que el film hace del monstruo pensado por Mary Shelley, y que se ha
convertido en todo un referente de la cultura popular. Cuando uno
escucha “Frankenstein” es muy complicado imaginar otra cosa que
no sea Karloff con sus torpes andares y sus lastimosos gruñidos.
Hasta cuatro horas diarias empleaba el maquillador Jack Pierce para
transformar al actor. No queda claro si la concepción del monstruo
fue idea del propio Pierce o de Whale, pero lo que está claro es que
el resultado fue espectacular.
Realmente,
estamos ante la adaptación de una adaptación. Aunque el material
primigenio sea la novela de Shelley, el film realmente adapta la obra
de teatro de Peggy Webling. Recordemos que el libro es de 1818, una
novela gótica considerada como la primera obra de ciencia-ficción.
En aquella época los avances científicos fascinaban y asustaban por
igual, y la escritora quiso reflejar esa dualidad presente en el
hombre de la época. La versión cinematográfica queda despojada de
muchos elementos presentes en la novela, quedando algo esquemática
en su desarrollo. A pesar de ello, podemos encontrar algún que otro
momento de relleno prescindible. Eso sí, Whale sabe reflejar lo
esencial del núcleo: la vieja aspiración del ser humano de llegar a
la divinidad. Y no hay mayor demostración de poder que la misma
creación de la vida. Aunque resulta tétrico que esa vida se cree a
partir de la muerte. Podríamos decir que Frankenstein es un
precursor de los zombies. En el fondo, es un muerto viviente.
En
los 70 minutos de metraje, el director deja claro que la criatura es
una víctima, un recién nacido con un cuerpo de dos metros que no
distingue el bien del mal. Una interesante reflexión sobre la
responsabilidad que la misma sociedad tiene cuando en su seno aparece
un asesino. Una vez más, tenemos al pueblo dispuesto a linchar al
asesino, convirtiéndose ellos mismos en criminales, que demuestran
mucha menos humanidad que el supuesto monstruo. Queda claro que el
problema del ser humano no es de individuos concretos, sino de la
especie en sí misma. Y encabezando esa turba asesina, vemos al
responsable del desaguisado. Por cierto, que siempre se destaca (por
motivos obvios) la interpretación de Karloff, pero el trabajo de
Colin Clive como Henry es de una versatilidad asombrosa, reflejando
una variedad tremenda de estados de ánimos. Desde la serenidad
del genio que se siente superior, pasando por la locura del éxtasis
creativo, hasta llegar a la preocupación y abatimiento.
Pero
si hay algo que eleva a El doctor Frankenstein es la absoluta
maestría de Whale detrás de la cámara. A pesar de su bisoñez en
el cine y su formación en las tablas, el director es capaz de
explorar todas las posibilidades que la cámara puede darle. En lugar
de optar por el camino fácil que sería para él una puesta en
escena teatral, Whale se dedica a hacer magníficos travellings, o
una maravillosa composición de planos repleta de picados y contra
picados, que remata con un excelente montaje. Como no podía ser de
otra forma, el expresionismo alemán se encuentra muy presente en un
film cuya dirección artística es impecable, reflejando a la
perfección la atmósfera siniestra, especialmente en el castillo.
Y
para terminar, volvemos a los dos momentos cumbre. Ese final, con un
molino en llamas que es ya una estampa mítica (y que tanto ha
inspirado a autores como, por ejemplo, Tim Burton). Poco más queda
por decir de una imagen tan poderosa, muestra clara de la grandeza
del cine. En cuanto a la famosa secuencia de la niña, son dos
minutos sencillamente magistrales. La inocencia de ella, la forma en
la que acepta al monstruo sin importarle su apariencia. Como éste se
siente querido, y vive los únicos momentos felices de su existencia
jugando con ella. El afecto provoca afecto. Tras ello, la tragedia y
la terrible angustia. Una secuencia que muestra los sentimientos del
supuesto monstruo, toda la humanidad que luego le falta a sus
verdugos. Magistral.
Una
película imperfecta, a la que le falla un guión que se queda algo
corto para la complejidad de los temas tratados. Pero James Whale,
lejos de hacer algo superficial, aprovecha esa escasez para dar toda
una lección de maestría detrás de la cámara. Es complicado sacar
más de menos. Y El doctor Frankenstein nos deja imágenes
imborrables, en una obra adelantada a su tiempo.
Manuel Barrero Iglesias
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