Dirección:
Paolo Taviani, Vittorio Taviani.
Intérpretes:
Cosimo Rega, Salvatore Striano, Giovcanni Arcuri, Antonio Frasca,
Juan Dario Bonetti.
Guión:
Paolo Taviani, Vittorio Taviani.; basado en la obra de William
Shakespeare 'Julio Cesar'.
Música
original:
Giuliano Taviani, Carmelo Travia.
Fotografía:
Simone Zampagni.
Montaje:
Roberto Perpignani.
Idioma:
Italiano.
Duración:
76 minutos.
6/10
Redención a través del arte
“Desde
que he conocido el arte, mi celda se ha convertido en una cárcel”.
Esta frase pronunciada por uno de los protagonistas de la película
encierra por sí sola la complejidad (a la vez que la sencillez) del
discurso que proponen los hermanos Taviani. Se habla mucho de la
resurrección de los directores italianos, tras un largo periodo
anclados en un cine monótono y sin fuerza. Y es cierto que los ya
octogenarios autores se sacan de la manga una película que va más
allá de la experiencia cinematográfica.
Un
grupo de presos en la cárcel de Rebibbia se
convierten en actores para representar Julio Cesar. Los Taviani
trabajaron con presos reales -algunos de ellos condenados a cadena
perpetua-, y casi todos relacionados con la mafia. La idea surgió
tras haber visto la representación de la Divina Comedia en esa misma
prisión, una obra que dirigió Fabio Cavalli, quien también aparece
en la película.
Ficción
y realidad se mezclan en una obra que da voz a estos hombres
despojados de libertad. Muy apropiada es la elección de una obra
como la de Shakesperare, tan masculina, y tan cercana al mundo de los
protagonistas. Asesinato, traición, honor... no vamos a descubrir
ahora la estrecha relación que existe entre el mundo teatral del
autor y el mundo de la mafia.
El
crecimiento de la película se alimenta del de los actores, en una
continua retroalimentación entre el arte y la vida. Tras la
película, ya nada volverá a ser lo mismo. Y es que la expresión
artística es la forma más elevada de comunicación de la que el ser
humano es capaz. Capaz de redimir la vileza, pero también de lograr
que tomemos consciencia de nuestra propia insignificancia.
Manuel Barrero Iglesias
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