Prometheus (USA, 2012).
Dirección: Ridley Scott.
Intérpretes: Noomi Rapace, Michael Fassbender, Charlize Theron, Idris Elba, Guy Pearce, Logan Marshall-Green.
Guión: Jon Spaihts, Damon Lindelof.
Música original: Marc Streitenfeld.
Fotografía: Dariusz Wolski.
Montaje: Pietro Scalia.
Idioma: Inglés.
Duración: 124 minutos.
Falsas promesas
Dirección: Ridley Scott.
Intérpretes: Noomi Rapace, Michael Fassbender, Charlize Theron, Idris Elba, Guy Pearce, Logan Marshall-Green.
Guión: Jon Spaihts, Damon Lindelof.
Música original: Marc Streitenfeld.
Fotografía: Dariusz Wolski.
Montaje: Pietro Scalia.
Idioma: Inglés.
Duración: 124 minutos.
Falsas promesas
La década de los setenta -que quedó perdida entre otros dos mucho más relevantes y mitificados decenios- sirvió, sin embargo, en el cine para que un numeroso grupo de creadores de todo tipo cambiasen el rumbo de esa industria (quizá salvándolo de un ostracismo preocupante), y reinterpretasen para siempre el arte de contar historias con imágenes. La mayoría comenzó sus pasos en esos tiempos, pero terminó estrenando sus mejores títulos a lo largo de los años ochenta y noventa. Bastantes de los nombres surgidos entonces continúan aún hoy en activo y siguen brindándonos lecciones magistrales (a nosotros espectadores y a muchos cineastas que en todos estos años les han emulado y seguido sus pasos). Otros cuantos dejaron su legado para perderse después en el recuerdo.
Existe un tercer grupo de artistas que crearon obras relevantes -algunas consideradas clásicos absolutos del séptimo arte- que, por el contrario, se debieron dejar lo mejor de sí mismos en los años comentados; porque, aun siguiendo tras las cámaras en la actualidad, jamás fueron capaces de acercarse -siquiera remotamente- a dichos clásicos filmados.
Hay dos casos que ocupan de forma clara, para mí, los primeros puestos del ranking de directores ochenteros “caídos en desgracia”: Rob Reiner y Ridley Scott. El primero fue capaz de encadenar entre 1986 y 1992 cinco películas extraordinarias, alguna magistral. Títulos para el recuerdo y alguna obra maestra de inspirado artesano. Tras eso, el desierto. Una carrera que nunca deparó ya nada a la altura.
Más sangrante aun resulta el caso que nos ocupa. Ridley Scott entró en el club de los más grandes con un título hoy ya mítico: Los Duelistas. Un curioso ejercicio de estilo donde primaba lo depurado y cuidado de cada uno de esos enfrentamientos a espada. Y, tras ella, vino otro estreno antológico. Alien, el octavo pasajero, que es una gran película de ficción/terror, se convirtió casi de inmediato en un referente creativo. Narrada con una tensión interna totalmente cautivadora, la historia atrapó e hipnotizó a varias generaciones desde aquel lejano 1979. Con posterioridad tres secuelas (alguna más que brillante) sirvieron también para encumbrar o lanzar las carreras de directores de la talla de James Cameron o David Fincher, y para hacer de la saga “Alien” y de su universo parte de la historia del cine.
Pero Scott aún guardaba otro as en la manga. Tras el octavo pasajero rodó Blade Runner (filme, con su exceso de poética prosa, con el que yo nunca pude conectar de manera profunda) al que hay que reconocerle el gran mérito de inventar el futuro en la pantalla grande. Siempre que se ha imaginado en celuloide cómo sería la vida en nuestro planeta dentro de muchos años, las icónicas imágenes de esta película sirven de inspiración. Su música, sus diálogos, su historia, su decadencia, y contener -tal vez- la muerte más bella jamás filmada la han hecho enorme en el recuerdo colectivo. Mucho mérito para ese guión firmado por David Webb Peoples quien, tiempo más tarde, volvió a ser la pluma pensante que se escondía tras la obra maestra de Clint Eastwood Sin Perdón. Curiosamente de nuevo con la lluvia constante de acompañamiento. Curiosamente de nuevo con ese mismo triste ambiente crepuscular.
Y cuando todo parecía indicar que Ridley Scott apuntaba a convertirse en uno de los directores más talentosos de todos los tiempos, desapareció. Nada menos que diecisiete títulos posteriores mayoritariamente prescindibles. Quizá sólo se pueda salvar, estando muy lejos de las cintas mencionadas, ese canto de libertad llamado Thelma & Louise, los primeros minutos de su oscarizada Gladiator (inspirados en la cruda batalla y los miedos y temores del soldado o guerrero de turno, que inició, cambiando para siempre ese enfoque, Spielberg en su Soldado Ryan) y una película por la que siento respeto infinito llamada Hannibal; pero todo lo demás es auténtico relleno del malo, con algún título ciertamente vergonzante.
Nadie le quitará, pese a todo, a este creador un pequeño hueco en la memoria cinematográfica global. Muchos son los que han pasado a los anales con un solo gran título (no digamos ya dos) o los que ni han llegado jamás a estrenar nada relevante, pese a ganarse la vida, incluso muy bien, con esto de dirigir.
Así las cosas, en su búsqueda por intentar recuperar el prestigio malgastado, parece que Mr. Scott quiere volver al pasado. Se habla ya de un regreso al universo de Blade Runner y ahora estrena nada menos que una precuela de su primer Alien: Prometheus. Una película que rasca en el origen de su monstruo intentando trascender con objetivos mucho más profundos entorno al origen de la humanidad.
Reparto de lujo, del que hay que salvar a un estudiadamente frío y misterioso robot interpretado por Michael Fassbender; derroche presupuestario y todos los medios posibles para construir de nuevo un filme para el recuerdo.
Buenos mimbres, viniendo de donde veníamos, que el director vuelve a desaprovechar perdido en una aburrida historia tan innecesaria, como mal planteada y peor resuelta. Tan sólo es de agradecer que no se pierda demasiado tiempo en ponernos en situación. Enseguida somos conscientes de lo que pinta esa tripulación de mentes privilegiadas en semejante nave y en semejante viaje a ninguna parte guiados por unos dibujos repetidos en varios hallazgos arqueológicos. Tras ello una sucesión de secuencias muy mal engranadas que evitan el desarrollo de cualquier interés por casi ningún protagonista, donde se salta sin mucho sentido de escena en escena, y donde se da importancia a momentos prescindibles.
Hay, además, un ingrediente, más filosófico-religioso, que termina por exasperar, ya que cuando en la película parece haberse encontrado el origen del hombre surge la siguiente cuestión: ¿Y si estos “ingenieros” nos crearon quién los creó a ellos? Interesante eterno bucle que termina siendo respondido con el clásico: Dios. O sea que estamos como al principio. Pues… para este viaje no hacían falta estas alforjas, la verdad.
Hablando de cine, la película es deficiente e intentando contar algo interesante se pierde en divagaciones con las que es difícil conectar.
Mal contada, imperfectamente montada, y carente de cualquier fuerza argumental y dramática -más allá de algunos planos de cierta “belleza espacial”-, Prometheus se pierde en sí misma para acabar incluso sin darle sentido al concepto mismo de “precuela”. Sí, ahora sabemos de dónde viene el bicho pero, sinceramente, tras verlo nos importa más bien poco haber montado semejante artificio para justificarlo. Mejor hubiera sido dejarlo hibernar en una de esas cápsulas ideadas para largos viajes estelares.
Una duda final: ¿Es posible que aquello que en ocasiones llamamos talento sea en realidad mera inspiración… mera inspiración puntual? O si no: ¿dónde está y cómo se llega de nuevo al universo que contiene el talento perdido?
Jorge R.
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