Iceberg (España,
2011).
Dirección:
Gabriel Velázquez.
Intérpretes:
Víctor García, Carolina Morocho, Jesús Nieto, Juanma Sevillano.
Guión:
Gabriel Velázquez, Blanca Torres.
Música
original: Pablo Crespo.
Fotografía:
David Azcano.
Montaje:
Manuel García, Gabriel Velázquez, Blanca Torres.
Idioma:
Español.
Duración:
84 minutos.
El
río de la vida
Reconoce
abiertamente Gabriel Velázquez las influencia de los hermanos
Dardenne, incluso Gus Van Sant, en esta película. El director
salmantino vuelve a hablarnos de la adolescencia perdida y abandonada
a su suerte. Ya lo hizo en Amateurs (2008), en la que una joven
quedaba huérfana y emprendía la búsqueda de un padre nunca
presente, para acabar encontrando una especie de abuelo adoptivo.
Para
Iceberg, Velázquez prescinde de cualquier
presencia adulta, siguiendo a cuatro adolescentes en un hipnótico
deambular alrededor del río Tormes. Y al igual que en su
anterior trabajo, el autor se rodea de actores no profesionales. Una
opción siempre arriesgada, pero que el autor toma con total
convencimiento. Su apuesta es la de la espontaneidad y la
imperfección. Lo inesperado que siempre está al acecho cuando se
trabaja con actores que no lo son.
Aunque
también existan peligros. Ya ocurrió en Amateurs, donde la
tremenda fuerza que tenía la presencia del actor, se esfumaba cuando
tenía que hablar. Quizás por ello, en Iceberg el uso de
la palabra se reduce a su mínima expresión, prescindiendo del
diálogo como herramienta narrativa.
Estamos
ante una película de sensaciones y evocaciones. El autor suelta a
sus criaturas para que se muevan y sientan, y para que nosotros
vayamos intuyendo sus historias. Adolescencia urbana,
adolescencia rural, adolescencia periférica. El territorio que aquí
se retrata no es ninguna de esas cosas, y un poco de las tres. Un
entorno casi irreal, que parece rural, pero está al lado de la urbe.
Que es periferia, pero en el que apenas se ven humanos. Un entorno
entre fascinante y deprimente.
Y
la presencia del río, quizás la más importante del film. Y ese
dejarse llevar por la corriente fluvial es lo que hace de este
trabajo algo valiente y estimulante. Pero el resultado final se ve
ensombrecido cuando la narración se subordina a los corsés del
guión. Esos momentos en los que se hace evidente el giro, y que
aniquilan la espontaneidad buscada. Hablamos muy especialmente de la
secuencia de la piscina, aunque hay alguno que otro más. Instantes
que abandonan el tono de sugerente imperfección para aproximarse a
un relato el uso.
Así,
la radicalidad de la propuesta se queda algo a medias, resultando un
interesante experimento que podría haber dado mucho más de sí. Hay
Van Sant (ausencia de adultos, naturaleza muy presente) y hay
Dardenne (adolescencia en riesgo). No hay el dominio del
lenguaje que tienen ellos. Pero sí una innegable honestidad. Se nota
que el film sale de las mismas entrañas del autor. Y se notan
las ganas de hacer algo distinto, de provocar sentimientos en el
espectador. Por muy fallido que pueda resultar el film, siempre son
dignas de aplaudir este tipo de aventuras.
Manuel
Barrero Iglesias
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