La conocí en
eróticas madrugadas de los sábados que marcaron mi adolescencia. Ciclos de cine
S que pasaban por Canal Sur formados por películas de Max Pecas, Russ Meyer y
hasta alguna prohibida de la Dúrcal. Ella siempre con peluca rubia y lengua
traviesa. Se hacía llamar Candy Coster, más tarde descubrí su otro de sus múltiples apodos, Lina Romay.
Lo prohibido,
lo castizo, y un glamour barato se mezclaban en estas cintas que eran
visionadas entre zapping y zapping para no llegar a ser descubierto.
Convertida
ya en un mito personal, fui investigando en su filmografía plagada de, dicen,
más de cien títulos. Terror, gore, carcelario, religioso, erótico o porno: su
presencia siempre se hacía notar, aunque fuera en un cameo insignificante.
Ella siempre
fue lo incorrecto. Supo exhibirse sin vergüenza ni pudor alguno, e incluso
destacar entre tanta mediocridad en alguna edición de los Goya, recogiendo
junto a su mentor, Jesús Franco, el premio a toda una carrera.
Inolvidable
su persecución escapando de un helicóptero, versión femenina de Cary Grant,
pero ligera de ropa. Ella era así, y hasta nos enseñó el mejor uso que se le
puede dar a un Oscar: el de juguete sexual. Todo un bofetón al llamado cine de
“calidad” y a los que tanto cuestionaron su carrera. Sin duda ocupará un lugar
incuestionable en el mundo del cine. Los adoradores del cine underground nos quedamos sin nuestra
musa. Y es que Lina era la hostia.
Jesús Palop
No hay comentarios:
Publicar un comentario