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Dirección:
Steven Spierlberg.
Intérpretes:
Jeremy irvine, Emily Watson, Peter Mullan, Niels Arestrup, Tom
Hiddleston.
Guión:
Lee Hall, Richard Curtis; sobre la novela de Michael Morpurgo.
Música
original: John Williams.
Fotografía:
Janusz Kaminski.
Montaje:
Michael Kahn.
Idioma:
Inglés, alemán.
Duración:
146 minutos.
El
Spielberg tranquilo
Queda
bastante claro tras visionar War
Horse
que a Steven Spielberg, a estas alturas, le quedan pocos complejos.
Ya no tiene nada que demostrar, ni nada de lo que avergonzarse. Hace
tiempo que emprendió el camino de vuelta.
Y se muestra tal cual. Sin tapujos. Con todo aquello que le mantuvo
alejado de la crítica más exigente durante años y con todo aquello
que le ha valido un hueco entre los más grandes.
El reconocimiento del público (de su público) le ha acompañado y
acompañará siempre.
Hubo
un Spielberg acusado de empalagar, de azucarar hasta el más horrible
de los relatos y de atrapar con forzada sensiblería. Y esa etiqueta
le alejó de su buscado reconocimiento. No sería falso decir que el
director ansió durante años que Hollywood le engalanase con su oro.
Ese mismo Hollywood que le negó hasta el absurdo, que encumbró
mediocridad frente a hoy alguna que otra reconocida obra maestra y
que sólo se vio forzado a elevar a sus altares a La
lista de Schindler
cuando ya era simplemente imposible negar la evidencia. Desde
entonces poco han cambiado las cosas, tal vez la mayor diferencia sea
que, como comentaba al inicio, el cineasta ya no siente la necesidad
de disimular lo que algunos etiquetaron como defectos. Simplemente
porque Spielberg es así. Es su forma de ver el mundo, el cine, el
arte.
Tras
firmar prodigios recientes como A.I.,
Munich,
Minority
Report
o Atrápame
si puedes,
después de reinventar el cine bélico, después de seguir dando
lecciones magistrales sobre cómo rodar una escena de acción o de
cómo enganchar a una aventura a cualquier espectador (por ceñirme a
su última etapa, toda la anterior forma parte ya del imaginario
colectivo), poco queda por hacer. Carta blanca.
Y
Steven, que nunca ha engañado declarándose deudor de un tipo de
cine ya casi perdido, fue madurando película tras película,
refinando su estilo, acercándose hasta superar en ocasiones a
aquellos que fueron sus maestros:
Lean, Vidor, Huston, Fleming, Curtiz… y, por supuesto, Ford. Ha ido
impregnando sus imágenes de nostalgia de un cine eterno e incluso
cuando ha inventado mundos alejados ha cuidado mucho que ese aroma le
acompañe. Y con más o menos suerte lo ha ido logrando. No siempre
con acierto, es evidente, pero con la claridad de quien se sabe ya
una autoridad en lo suyo.
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Y
mezclando el tono familiar del Spielberg ochentero más absoluto, con
todo lo aprendido y filmado en sus últimos quince años de
trayectoria, obtiene
el director una película incontenida, incontenible y de difícil
descripción. En ocasiones cercana, en otras desbordante; pero
siempre con un poso de autenticidad incuestionable.
Porque pocos como él pueden lograr transmitir lo que pretenden
acercando la cámara a un rostro humano o colándose en la retina de
un ser de otra especie.
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Resulta
curioso y digno de reflexión, para alegría de quien esto escribe,
que aquel tipo que se colgó la medalla del modernismo
cinematográfico y que revolucionó la industria marcando tendencias
y vanguardia hace ya más de treinta años sea hoy, posiblemente, el
último gran clásico. El último portador del un Hollywood dorado
que nunca le ha devuelto lo entregado.
Jorge
R.
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