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viernes, 17 de febrero de 2012

War Horse (Caballo de batalla)

War Horse (USA, 2011).
Dirección: Steven Spierlberg.
Intérpretes: Jeremy irvine, Emily Watson, Peter Mullan, Niels Arestrup, Tom Hiddleston.
Guión: Lee Hall, Richard Curtis; sobre la novela de Michael Morpurgo.
Música original: John Williams.
Fotografía: Janusz Kaminski.
Montaje: Michael Kahn.
Idioma: Inglés, alemán.
Duración: 146 minutos.



El Spielberg tranquilo

Queda bastante claro tras visionar War Horse que a Steven Spielberg, a estas alturas, le quedan pocos complejos. Ya no tiene nada que demostrar, ni nada de lo que avergonzarse. Hace tiempo que emprendió el camino de vuelta. Y se muestra tal cual. Sin tapujos. Con todo aquello que le mantuvo alejado de la crítica más exigente durante años y con todo aquello que le ha valido un hueco entre los más grandes. El reconocimiento del público (de su público) le ha acompañado y acompañará siempre.

Hubo un Spielberg acusado de empalagar, de azucarar hasta el más horrible de los relatos y de atrapar con forzada sensiblería. Y esa etiqueta le alejó de su buscado reconocimiento. No sería falso decir que el director ansió durante años que Hollywood le engalanase con su oro. Ese mismo Hollywood que le negó hasta el absurdo, que encumbró mediocridad frente a hoy alguna que otra reconocida obra maestra y que sólo se vio forzado a elevar a sus altares a La lista de Schindler cuando ya era simplemente imposible negar la evidencia. Desde entonces poco han cambiado las cosas, tal vez la mayor diferencia sea que, como comentaba al inicio, el cineasta ya no siente la necesidad de disimular lo que algunos etiquetaron como defectos. Simplemente porque Spielberg es así. Es su forma de ver el mundo, el cine, el arte.

Tras firmar prodigios recientes como A.I., Munich, Minority Report o Atrápame si puedes, después de reinventar el cine bélico, después de seguir dando lecciones magistrales sobre cómo rodar una escena de acción o de cómo enganchar a una aventura a cualquier espectador (por ceñirme a su última etapa, toda la anterior forma parte ya del imaginario colectivo), poco queda por hacer. Carta blanca.

Y Steven, que nunca ha engañado declarándose deudor de un tipo de cine ya casi perdido, fue madurando película tras película, refinando su estilo, acercándose hasta superar en ocasiones a aquellos que fueron sus maestros: Lean, Vidor, Huston, Fleming, Curtiz… y, por supuesto, Ford. Ha ido impregnando sus imágenes de nostalgia de un cine eterno e incluso cuando ha inventado mundos alejados ha cuidado mucho que ese aroma le acompañe. Y con más o menos suerte lo ha ido logrando. No siempre con acierto, es evidente, pero con la claridad de quien se sabe ya una autoridad en lo suyo.

En repetidas declaraciones sobre éste su último estreno, War Horse, Spielberg ha reconocido que ha tenido que contenerse, que ha tenido que tirar del freno de mano a la hora de acercarse a la cruda batalla (lo que no le ha impedido, con calculada dureza, volver a desnudar el alma del soldado, para ponerle cara y nombre, despojándole de la armadura de la siempre mal vendida falsa valentía y gloria eterna de mucha de esa gente que nunca hubiese querido dar su vida en ninguna guerra). Lo ha hecho porque lo que Caballo de Batalla pretende ser es un film apto para todos los públicos con un mensaje tan limpio y simple como fácilmente criticable. Y pese a ir a ralentí en algunos aspectos, impecablemente descritos por otro lado, la cinta no tiende a lo concreto (pese a alguna memorable elipsis) a la hora de exponer ni situaciones, ni personajes. Spielberg se recrea en cada imagen, alarga las escenas, simplemente por plasmar algo bello, por regodearse en ese plano perfectamente buscado e iluminado, por intentar que nos deleitemos con una mirada, con una imagen, con el sonido del viento o de la lluvia, o con el olor (a veces casi perceptible) de una pradera y observemos a algunos hombres tranquilos en su cotidianidad.

Y mezclando el tono familiar del Spielberg ochentero más absoluto, con todo lo aprendido y filmado en sus últimos quince años de trayectoria, obtiene el director una película incontenida, incontenible y de difícil descripción. En ocasiones cercana, en otras desbordante; pero siempre con un poso de autenticidad incuestionable. Porque pocos como él pueden lograr transmitir lo que pretenden acercando la cámara a un rostro humano o colándose en la retina de un ser de otra especie.

Historia de una búsqueda imposible (adaptación de la ahora ya conocida novela/obra teatral de Michael Morpurgo) más allá de fronteras, continentes o contiendas, el director nos embarca en una sucesión de pequeños relatos, casi individuales, que van teniendo como protagonista al caballo Joey, que va pasando de mano en mano, hasta convertirse en ejemplo de supervivencia y entrega en medio del horror del que desea escapar. Es en cada una de esas microhistorias donde la cámara que rueda se entrega a la causa de un cine casi olvidado, un cine pretérito que enamoró a espectadores antes de la llegada fulminante de la televisión. Acompañando esa esencia llena de influencias declaradas, el gran John Williams (éste sí alumno aventajadísimo del sinfonismo de uno de sus maestros, Korngold) vuelve a manejar su batuta sobre una partitura que sólo puede calificarse como emocionante y modélica.

Es probable que el conjunto sea disonante, que el crepuscular epílogo sea tan hermoso como calculado, y que se roce el recurrente infantilismo con aroma Disney (que recordemos pone parte del presupuesto de producción) en demasiadas ocasiones; como en ese encuentro entre soldados de ambos bandos. Pero es que ya no hay engaños ni impresiones que ocultar. Todo es transparente. Ya no soporta el liberado brazo del jefe de obra el peso del, hace tiempo, entregado cetro de Rey Midas. Y muchos participarán de lo mostrado y volverán a emocionarse dejando que aparezca la buscada lágrima.

Resulta curioso y digno de reflexión, para alegría de quien esto escribe, que aquel tipo que se colgó la medalla del modernismo cinematográfico y que revolucionó la industria marcando tendencias y vanguardia hace ya más de treinta años sea hoy, posiblemente, el último gran clásico. El último portador del un Hollywood dorado que nunca le ha devuelto lo entregado.


Jorge R.




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