5/10
Katmandú, un espejo en el cielo (España, 2011).
Dirección y guión: Icíar Bollaín.
Intérpretes: Verónica Echegui, Saumyata Bhattarai, Norbu Tsering Gurung.
Música original: Pascal Gaigne.
Fotografía: Antonio Riestra.
Montaje: Nacho Ruiz Capillas.
Idiomas: Inglés, nepalí, español.
Duración: 104 minutos.
Espejo ditorsionado
Anda Icíar Bollaín ocupada en explorar lugares lejanos y exóticos. Evolución natural en alguien que siempre se ha preocupado por el lado más humano de las cosas. Una de las grandes abanderadas de eso que llaman ‘cine social’, en España. En sus primeros cuatro filmes trató temas como la inmigración, la violencia doméstica, o el entorno laboral. Y siempre con la mujer muy presente.
Con También la lluvia (2010) realizó una doble ruptura. Por un lado, la presencia masculina es mucho más fuerte. Y por otro, el abandono de España como localización. Y allí que se fue a Bolivia, para mostrarnos algunas de las problemáticas que sufre la población indígena. Ahora, se vuelve a trasladar (en espacio, pero también en tiempo) para llevarnos hasta el Nepal de principios de los 90, en la que es su primera obra adaptada de una novela.
Si algo caracteriza su cine es la preocupación por comprender a todas las partes implicadas, evitando el juicio apresurado o demagógico. También ocurre en Katmandú, un espejo en el cielo; que además tiene otra particularidad (compartida con También la lluvia). Bollaín deja claro que ella es una intrusa, y así su protagonista es una occidental que choca con la cultura autóctona. La directora intenta superar el etnocentrismo (tanto de sus personajes como el propio), a través de un duro proceso de aprendizaje en el que los esquemas se replantean una y otra vez.
Por ahí llega lo más estimulante de un trabajo bienintencionado, pero que deja poco lugar para la sorpresa. Todo está escrupulosamente medido para que cuente exactamente lo que la autora quiere en cada momento. Lo espontáneo y lo inesperado quedan así enterrados ante el cálculo dramático. Y no es la única debilidad que muestra la película. El exceso de sentimentalismo y la proliferación de momentos lacrimógenos acaban lastrando las opciones de un material con otras muchas posibilidades menos exploradas.
Bollaín tiene una innegable habilidad para contar historias que resulten creíbles y cercanas. Su sensibilidad está fuera de toda duda, y los logros parciales de esta película son innegables. Pero uno tiene la sensación que desde la irrupción de Paul Laverty en los trabajos de su pareja (no sabemos hasta qué punto ha colaborado en éste), los guiones no son tan sólidos como solían; adoptando lo peores vicios del tándem Loach/Laverty. En todo caso, siempre resulta reconfortante que tener cineastas como ella. Su compromiso sigue siendo necesario.
Manuel Barrero Iglesias
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