Si
hay alguna actriz en la actualidad que se ajuste al clásico concepto
de sex-symbol esa es Scarlett Johansson. Por eso cuesta recordar
que empezó en esto siendo una niña. Sí, ella también fue actriz
infantil. Debutó con 10 años en Un muchacho llamado Norte
(1994), con un pequeño papel. Un año más tarde apareció
en el thriller Causa justa (1995). Su primer rol de
importancia no tardaría en llegar. Tenía 12 años, y coprotagonizó
Manny y Lo (1996). En ese mismo año aparece en la
comedia Si no te casas, me mato. Para 1997, dos títulos
poco destacables: Fall y Solo en casa 3.
Fue
en 1998 cuando su nombre empezó a ser conocido. Robert Redford le
dio la oportunidad de aparecer en El hombre que susurraba a los
caballos. Fue la primera toma de contacto con la fama, con la
que se toparía de lleno en el nuevo siglo. Antes, tendría una
aparición en Mi hermano el cerdito (1999).
Y
llegó 2001. La pesadilla de Susi pasó más bien
desapercibida, pero ese mismo año intervino en dos títulos de gran
prestigio que provocaron las simpatías de los círculos cinéfilos.
Por un lado, su pequeño papel bajo la dirección de los hermanos
Coen en El hombre que nunca estuvo allí. Y, muy
especialmente, protagonizar junto a Thora Birch esa obra de culto que
es Ghost World.
Una
serie B como Arac Attack (2002) precedió a la que fue
su definitiva consagración. La extraña pareja que formaba junto a
Bill Murray en Lost in translation (2003) conquistó a
medio mundo, y la lanzó definitivamente a la fama. Aunque el reconocimiento de los premios es algo que se le resiste. No consiguió la
nominación al Oscar. Ni entonces, ni nunca. Parece que los
compañeros de la Academia nunca la han tomado demasiado en serio.
Ese mismo año fue Griet, objeto del deseo de Johannes Vermeer en La
joven de la perla.
Ya
había nacido la estrella, y con 18 años empezaba a vislumbrarse el
icono sexual. En 2004 se hartó de trabajar y estrenó nada menos que
cinco filmes: The Perfect Score, Una canción del
pasado, A Good Woman, In Good Company
y Bob Esponja, la película; en la que ponía voz a uno
de los personajes.
Entonces
llegó otro momento clave en la trayectoria de Scarlett. Woody Allen
volvía a convencer a crítica y público con Match Point
(2005). Y allí estaba ella, convirtiéndose en la nueva musa del
genio neoyorquino. Fue el primero -y probablemente el que mejor-
explotó ese lado sensual de la actriz, esa carga erótica que puede
hacer enloquecer a cualquier hombre que se le ponga por delante.
Que se lo digan al personaje encarnado por Jonathan Rhys Meyers.
Otros directores de prestigio no dudaron en usar la faceta más femme
fatale de la actriz. Son los casos de Biran de Palma en La
dalia negra (2006) o Frank Miller en The Spirit
(2008).
Pero
volvamos a Allen, quien también fue capaz de sacar partido al lado
más adorable de Johansson en la divertida Scoop (2006),
o en la infravalorada Vicky Cristina Barcelona (2008).
En ambas, vuelve a enamorar, aunque dejando a un lado su dimensión
más turbadora, y mostrándose más bien dulce e inocente. Que
Allen te escoja como musa no es cualquier cosa. Aparte de atractivo,
algo de talento debió ver en ella. Quizás no sea la mejor actriz de
su generación. Pero, desde luego, tampoco es la peor. Lo que nadie
puede discutir es que su presencia llena de luz la pantalla.
Uno
no sabe muy bien si su atractivo disimula lo mala actriz que es, o
eclipsa lo buena que es. Sea como fuere, se ha convertido en una
rutilante estrella que ha participado en títulos como La
isla (2005), El truco final (2006) Diario
de una niñera (2007) o Las hermanas Bolena
(2008), o Iron Man 2 (2010).
Su
ritmo se ha estabilizado, y ya es raro verla en más de una película
al año. Ahora la podemos ver en Un lugar para soñar
(2011), y pendiente de estreno tiene una de las películas más
esperadas de 2012: Los vengadores. Además, ha rodado a
las órdenes de Jonatahn Glazer en Under the skin.
Scarlett es lo más parecido a Marilyn que tenemos en el siglo
XXI. En sus curvas uno se perdería eternamente. Encima, canta. Y no
lo hace nada mal. Un auténtico mito sexual, que no anda exento de
talento. Qué podamos seguir disfrutando de esos labios durante
muchos años.
Manuel
Barrero Iglesias